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Tribuna
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La vida

Mucho hay que olvidar para destruir vida y más si se hace en nombre de unas ideas. Porque todas, incluyendo a las que desprecian a la misma vida, son hijas de este inacabable estupor que es estar vivo. Se piensa por estar Vivo y no al contrario, aunque tantas veces se haya creído que son los pensamientos los que inician la realidad. Si acaso la modifican: tanto, a veces, que acaban matándola o negándole las mínimas condiciones de dignidad y progreso. La tarea de los enamorados de lo viviente es recordar a los que no lo están, o la odian, en qué consiste precisamente el motivo de nuestra pasión.La vida es una transgresión a la norma, que es lo inerte, callado y vacío. Se dice que la única verdad irrefutable es que todo lo que es, activo o quieto, tiende a ese equilibrio termodinámico que hemos llamado muerte. Pero aquí estamos, en permanente y alegre rebeldía, todos los seres vivos, este planeta y su biosfera palpitante. La naturaleza es una ilusionada clueca que no hace más que inventar nuevas vidas, todas diferentes. Y lo hace a través de millones de formas físicas y de aún más numerosos comportamientos. Todos ellas y todos ellos buscan más tiempo, más espacio y por tanto más vida.

Llegará desde luego el día que la sentencia de la famosa segunda ley, la de la entropía, se cumpla, pero nuestras habilidades, las de los vivos, vienen logrando incesantes aplazamientos. La vida es multiplicación de lo múltiple frente a la fría uniformidad y homogeneidad de la materia inanimada. Vivir es una suerte, matemáticamente ínfima, y de cara a la individualidad tan excepcional que podemos estar seguros de que cada uno no sólo somos únicos e irrepetibles sino también la aparición de un imposible. Si esto vale para la más modesta de las bacterias aún más para el humano. Que una especie haya llegado a saberse viva y a plantearse qué es la vida -no otro es el tema desde siempre del mejor pensamiento- es algo aún infinitamente más singular. La misma humanidad en su conjunto es tan única, compleja, variada y frágil que ha tenido que crear su propio sistema inmunológico frente a las negaciones que salían de ella misma. La democracia, pero sobre todo el vitalismo, son las vacunas que el pensamiento ha inventado frente a ese otro pensamiento excluyente, acaparador y único que acepta la violencia como lenguaje.

La vida es pregunta que nunca responderemos del todo, pero que tiene en la paz la mejor respuesta. El pacifismo activo es la nodriza que nutre todos los diálogos que son a su vez los fundadores del futuro. El monólogo de la violencia es la oscura renuncia a obtener alguna contestación. La vida es también un fenómeno escaso, inestable, fugaz, leve, nuevo, y siempre demasiado corto. Ha inventado al individuo en una todavía mayor proeza que la de su propia aparición. Se resuelve en instantes y adquiere el carácter de historia pues cada acontecimiento es también único, irreversible, acumulativo. Pero aún más, la vida es patrimonio común, cadena de nexos, encuentros, diálogos y pactos: todos los vivos somos parientes y más si pertenecemos a una misma estirpe. Una formidable sucesión de impulsos idénticos recorre lo vivo desde la primera célula hasta la última aparecida en este planeta. Esa alquimia que del aire, la luz y el agua hace materia que palpita, desea y busca pertenecer, está dentro de cada uno. Nunca lo entenderemos del todo pero sentimos, intuímos el prodigio del vínculo. Por eso es tan fascinante y respetable. Porque hermana a todos con todos y porque a todos nos ha hecho diferentes. Nada puede tener más valor que la vida ni menos que las ideas que rechazan la igualdad y la convivencia de las individualidades y las pecualiaridades con la comunidad de los seres humanos y de los vivos en general. La vida es la verdadera patria de todos sin excepción. Quien asesina en nombre de cualquier pensamiento no comete más que el parricidio doblemente estúpido de matar a su propia idea y, claro, la vida, madre de las ideas. Los asesinos son también suicidas.

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