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Bolsas de fraude

Cuentan de un sabio que un día, tan pobre y mísero estaba, que sólo se sustentaba de unas hierbas que comía. Se lamentaba el buen hombre de su mísera condición, con justificadas razones y hondos lamentos, hasta que volvió la vista atrás y vio que las hermanas Koplowitz y los primos Albertos le seguían disputándose sus detritus herbáceos, pujando en pública subasta por la exclusiva de sus residuos sólidos, hociqueando, sin pudor en vertederos y pudrideros, apostando fuerte por los derechos de recogida y procesamiento de la basura urbana.Con los despojos de los despojados, con la roña. y la carroña de todos se abonan exquisitas e inodoras fortunas. Una mierda es una mierda, pero un millón de mierdas forman un rentable stock de estiércol negociable en el mercado.

Es el toque de Midas, la varita mágica que todo lo que toca lo convierte en oro contante y sonante.

Cada uno de nosotros, por pobre que sea, deposita en el cubo colectivo su óbolo de inmundicia para que nuestras hermanas o nuestros primos pasen a recogerlo sin romperse ni mancharse. Es suyo, se ganaron en pública subasta su derecho sobre lo que nos sobra. Un derecho que vulneran diariamente decenas de recolectores clandestinos que a bordo de camiones destartalados y ruidosos, provistos de viejos somieres para aumentar su capacidad de carga, se vuelcan sobre los contenedores como carroñeros asilvestrados y sin carné en desleal competencia con los concesionarios oficiales de la contrata municipal.

Hay también otro tipo de competencia desleal y soterrada, la que ejercen por regla general desastradas y solitarias ancianas adictas a los cubos de basura, coleccionistas implacables de bolsas de plástico rellenas que acumulan con avarienta aplicación en sus domicilios, hasta que sus vecinos, amantes de la ley, del orden y del aire limpio, las denuncian por envenenar el medio ambiente de la escalera común con tan mefíticas y deletéreas emanaciones.

A una de estas peligrosas delincuentes contra la salud pública antes de que se la llevaran al Psiquiátrico la llamaban sus convecinos "La Koplowitz" por el emporio de basuras acumulado en su vivienda, cientos de bolsas con sorpresa que ocupaban el lugar de los muebles y le servían de colchón para reposar sus cansados huesos, de barricada para aislarse y protegerse del mundo exterior, hostil y ajeno.

Algo habrá que hacer para acabar con estas bolsas de fraude que minan poco a poco pero incesantemente el honrado patrimonio de los recogedores. Se impone una labor de policía para sanear convenientemente el sector. Quizá baste con una ley que señale la mínima aportación diaria de cada unidad de convivencia al cubo colectivo, atendiendo al número, edad y capacidad económica de sus integrantes. Un decreto que pene con severas multas a los que escatimen su dosis diaria de detritus. En los años más duros y puros del comunismo chino, cuando Mao Tsetung aún no era Mao Zedong, el Gobierno de Pekín llegó a cuantificar qué cantidad de excrementos debían aportarse al estercolero comunitario y qué porcentaje podían guardarse sus productores para abonar sus huertos privados.

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Vivimos en un tiempo de privatizaciones en el que se fomentan las construcciones y las contratas de los particulares, pero esta coyuntura no puede servir como justificación para ser menos generosos al efectuar nuestras deposiciones en el cubo colectivo, porque las empresas dedicadas a la recogida de residuos sólidos urbanos son fuentes de riqueza y de creación de empleo que realizan privadamente tareas de servicio público.

Cada cartón robado, cada envase aprehendido constituye una injustificable merma del honrado patrimonio de nuestras hermanas y nuestros primos, a los que deberíamos estar agradecidos.

Para animarles en su profiláctica y útil labor no estaría de más que el Jefe del Estado, siguiendo una secular tradición, les agradeciese en nombre de la población sus servicios con la concesión de algún título honorífico: el marquesado de Valdemingómez o el gran ducado de Vaciamadrid podrían servir a tal efecto.

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