Juan Marsé, traficante de ilegales
Durante algún tiempo habría que empezar todos los artículos de prensa, de cualquier género, recordando que un periódico español, Egin, tituló de la siguiente manera el final de la larga tortura de un ciudadano que además era funcionario de prisiones: "Ortega vuelve a la cárcel". Sólo para hacer memoria, para que los periodistas hagamos memoria, para que la gente sepa con quién habla, para que se sepa, para que se avergüence nuestro género, para que nos repugne la mentira, para que sea más fácil contar a los jinetes del Apocalipsis.Marsé, Juan Marsé, va a entender que esas primeras 99 palabras de esta crónica que le está dedicada hablen del ominoso silencio con que se cerró, para esos repugnantes portavoces del fanatismo, la peor historia del fascismo reciente. Del racismo, del clasismo, de la crueldad de los que se ríen luego entre dientes, celebrando, como arcángeles del pavor, el regreso triunfal de los que han hecho del terrorismo su modo vil de relacionarse con los otros: los que mandan matar. Terrible país que es capaz de albergar también esta forma de colaboración con los que una vez ordenaron el asesinato y la tortura; los que. celebran desde la columna impune y arcangélica que los demás mueran por la causa espúrea de su propio regodeo.
Pero el asunto aquí es Marsé. Augusto Monterroso, el escritor guatemalteco, dijo un día de su colega y editor Sealtiel Alatriste: "Pero, ¿es verdad que fue pollero?" En México, "pollero" se dice también a los que facilitan el tráfico de ilegales en la frontera con Estados Unidos. Había oído mal el maestro de La oveja negra: le habían dicho que Alatriste había sido, en su juventud, un joyero de París. La similitud fonética convirtió para Monterroso esa profesión precisa en una mucho más difusa, y acaso más aventurera.
Tampoco hubiera venido mal la confusión mexicana para el caso de Juan Marsé. Joyero en París, barcelonés del Guinardó, un escritor en vaqueros, Marsé fabricó una nueva novela de la realidad española de la posguerra, a la que le puso humor y melancolía,, capacidad de retrato, retranca y buena escritura. Sus personajes eran ilegales españoles, desclasados pijoapartes que siempre estaban completando sus propias biografías en lugares en los que resultaban extemporáneos. Incrustó, la vida urbana en una literatura transgresora y vitalista. Esos ilegales de Marsé se constituyeron en prototipos de unos personajes que estaban en la realidad, pero que no habían llegado a los libros.
Aparte de sus personajes literarios, desde los tiempos de Por favor-y lo hizo aquí también, en EL PAÍS-, retrató a españoles y extranjeros. a los que bajó del pedestal de la solemnidad para trazar los rasgos de su carácter según las líneas de la cara y las curvas de su manera de ser. Fustigó a cursis que devolvieron el retrato manchado con la tinta de la mezquindad y de la envidia; de alguna manera esa tinta lo ha embadurnado todo; por eso ha resultado ahora significativo recordar que en este país jamás se le dio un galardón de institución alguna. En México, obtuvo en 1973 el Premio México, precisamente por Si te dicen que caí, que aquí fue prohibida.
Ahora se junta el nombre de Marsé, también en México, con el de Juan Rulfo, que le da título al premio que acaban de concederle. Como Juan Carlos Onetti, Marsé dice que la pasión de su vida sería pasar inadvertido, ser "un escritor desleído". Eso quería Juan Rulfo también: ser sólo el que escribe los libros, y desaparecer de pronto en medio de la página, al final del silencio. Eso hizo Marsé el otro día cuando supo que le habían dado el Premio Rulfo: escuchó la noticia, se congratuló de que se le asociara a aquel gran desleído de nuestro tiempo, supo que en el jurado estaba gente como Monterroso, precisamente, y que en la nómina de los premiados se hallaban éste y otros ilegales de la escritura contemporánea en español; luego, se ocultó con Joaquina, detrás de su perro Simón, en su casa de Calafell. Habló a la prensa, claro, porque es un tipo simpático; pero es verdad cuando dice que se quiere más en silencio.
Se ha dicho que es el primer Rulfo para un español; el Rómulo Gallegos (que ayer ganó la mexicana Angeles Mastretta) que recibió hace dos años Javier Marías también fue el primero para un español. Esta misma semana el escritor canario Juan Manuel García Ramos obtuvo, también en México, el Premio José Vasconcelos. Después del boom, hubo la reticencia de un lado y otro. Si tomamos como símbolos los premios, digamos que a lo mejor estamos en la primera parte de un tráfico que puede ser muy saludable para el porvenir de nuestra común lengua literaria. Ojalá Marsé y los otros constituyan la metáfora del cambio. Y que aquí aprendamos.
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