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La identidad

Uno de los fenómenos más humanos, consternadores y conmovedores de fin de siglo es la búsqueda de la identidad. Nada, de otra parte, se busca si no se ha extraviado, nada se persigue si antes no ha huido. Cualquier nivel, desde el de las civilizaciones a los nacionalismos, desde las tribus, urbanas a los personalismos de menor escala, el mundo, cuando más homogéneo parece, más bulle en el requerimiento de la diferenciación.El estallido de la globalidad ha provocado como efecto inmediato la refundación de viejas guaridas y casamatas. El nacionalismo, las pugnas étnicas y religiosas, las vindicaciones del "hecho diferencial" han regresado como una reacción contra la extensión de modelos cortados por un mismo y abusivo patrón. Las ventajas económicas de la homologación general, en mercados, en valores, modos de vida, consumos, culturas y deseos tropieza espontáneamente con la resistencia a perder la identidad. Al mercado le conviene la movilidad, la circulación, la ligereza, pero a las comunidades les es sustantivo el arraigo, la gravedad de su memoria, el peso de su tradición.' Efectivamente, al mercado le aprovecha la fluidez, el intercambio, la permuta, pero las colectividades humanas necesitan la solidez e inconvertíbilidad de sus símbolos. Sin estos pilares, las formaciones colectivas o individuales se ven abocadas al derrumbe, volcadas sobre una escombrera fácil para el reciclaje, útil para la reelabaroción, muy apta para los fines de la producción, pero contraria a los anhelos de afirmación.

Entre la tendencia a la globalización y las reacciones autóctonas se está representando un espectacular juego de vida y muerte. China es un ejemplo, a la mayor escala. Mientras su civilización está siendo demolida por las formas occidentales de progreso, brotan con una fuerza insólita las supersticiones y creencias que habían allanado el maoísmo. y la lógica de la razón. China se ve a sí misma crecer económicamente mientras ve aumentar a sus pies el abismo de su desmantelamiento cultural. No habrá de permanecer pasiva.

Samuel P. Huntington, en un libro (El choque de las civilizaciones. Paidós, 1997) que ha suscitado en el mundo una controversia de tamaño parecido al de El fin de la historia, de Francis Fukuyama, sostiene que, en el futuro, los conflictos no tendrán su origen esencial en la economía o en las ideologías; las grandes causas de la división de la humanidad -afirma- serán, ante todo, de carácter cultural. En su opinión, el choque de civilizaciones (la occidental, la hinduista, la islámica, la confuciana) dominará la Política mundial y marcará las líneas de fractura entre pueblos.

La tesis de Huntington parece catastrofista y directamente afectada por los sucesos de "guerra civil" que se delatan una y otra vez en el interior de su sociedad norteamericana. Contra la fantasía de la integración de culturas y etnias en el mítico melting pot estadounidense, la realidad ha demostrado el conflicto permanente, la reticencia, la rebeldía o la opresión. Contra la utopía de la aldea global a todos vecinos y permutables, a todos sujetos de los mismos deberes y derechos, el mosaico de civilizaciones, etnias, nacionalismos, localismos y tribus emerge requiriendo un reconocimiento primordial. Incluso, en el extremo, cada individuo, en el auge de la comunicación, se niega a ser incluido, en una fórmula repetible y común.

Las marcas de las multinacionales, los ídolos de los multimedia, el idioma único, la moneda única, la música común, favorece la sensación de una tertulia planetaria, pero, a la vez, provoca el dolor de ser descaracterizados, re-civilizados, catecumenizados por los misioneros del mercado en una desposesión de identidades. Huntington ha escrito un libro exagerado, pero acaso no más alarmante que el vértigo de la trivialidad cultural y la interesada homologación que propaga un capitalismo bajo cuya máscara se ahoga en la complejidad y la diversidad.

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