Maestro Felipe
Junio de 1985: el Consejo Europeo se reúne en Milán en un momento crucial. Los Diez países miembros aceptan mi propuesta de llevar a cabo la creación, desde esa fecha hasta 1992, de un gran mercado sin fronteras, basado en las cuatro libertades de circulación de personas, de bienes, de servicios y de capitales.La cuestión central que se plantea es la siguiente: ¿podrá la Comunidad Europea tomar a tiempo las 300 decisiones legislativas previstas por el Tratado de Roma (1957), que prevé, en la práctica totalidad de los casos, el voto por unanimidad? La respuesta es, evidentemente, negativa, por lo que hay que encontrar una solución, ya sea por la vía de la abstención positiva o por la de una reforma de los tratados. La atmósfera es pesada ese 29 de junio.
Mientras tanto, y gracias a una globalización del resto de los problemas pendientes, se ha podido finalizar las negociaciones para la entrada de España y Portugal, tras... siete años de preparación y discusiones.
Aunque la fecha de la adhesión formal ha sido fijada para el 1 de enero de 1986, los Diez invitan a las delegaciones española y portuguesa a unírseles desde ese momento. Buen presagio. El sentimiento dominante, durante ese Consejo, es que los representantes de los dos países se han comportado como si siempre hubieran sido miembros de la familia.
Tras la primera ronda se da la palabra a Felipe González. La tradición está presente y viva a lo largo de toda su intervención, consagrada, en parte, a la defensa e ilustración del método comunitario y de su triángulo institucional: el Consejo, que decide; la Comisión, a la que califica de motor permanente de la construcción europea; el Parlamento Europeo, sobre el que pone de manifiesto, con razón, un sentimiento de frustración. Afirma la voluntad de España de avanzar decididamente hacia la integración y aboga ya por políticas estructurales. Es decir, su discurso contenía los elementos principales del Acta única adoptada en el Consejo de Luxemburgo de diciembre de 1985.
En efecto, el Acta única ampliaba el voto por mayoría cualificada y extendía los poderes del Parlamento Europeo. Iba a hacer de la cohesión económica y social una de las bases del "contrato matrimonial" entre los Doce.
Este nuevo tratado fue el resultado de una sesión dramática que tuvo lugar en Milán y en la que se decidió la convocatoria de una conferencia intergubernamental, como consecuencia de un procedimiento inédito en el Consejo Europeo: éste votó y puso en marcha, por ocho votos frente a dos, los trabajos de revisión de los tratados.
Así, en su primer baile, España y Portugal supieron conciliar el espíritu de los padres fundadores con la legítima defensa de sus intereses. Lo mismo ocurrió durante todo ese periodo, y especialmente cuando se adoptaron dos paquetes financieros en febrero de 1988, en Bruselas, y en diciembre de 1993, en Edimburgo. Pues, más que de obtener los recursos necesarios, de lo que se trataba era de dar una traducción concreta a la solidaridad entre las regiones ricas y las regiones pobres. Era una de las condiciones, si no la más importante, para asegurar la modernización y el desarrollo de los dos nuevos países miembros.
Felipe González defendió esa causa con talento y eficacia. Fue el autor de la idea de un fondo de cohesión que sirviera de refuerzo de las políticas estructurales. El Tratado de Maastricht consagró tanto el principio de la cohesión como la creación de un fondo ad hoc.
Tomaba así cuerpo una concepción del modelo europeo basada en la competencia que estimula (el gran mercado), la cooperación que fortalece (la investigación) y la solidaridad que une. Felipe González ejerció toda su vigilancia y su capacidad de lucha para enriquecer ese modelo. Y, en esa línea, no ahorró esfuerzos en su apoyo al Libro Blanco de la Comisión, presentado en diciembre de 1993 y cuyo fin era estimular simultáneamente el crecimiento, la competitividad y el empleo. Por desgracia, otros países no dieron un apoyo tan entusiasta y vigoroso.Pero sería un error limitar a estos temas la aportación de Felipe González. Si he titulado este artículo Maestro Felipe es porque él se comportó siempre como uno de los inspiradores de este largo periodo, contribuyendo a estimular el espíritu de familia, interviniendo con sabiduría en las cuestiones más delicadas en el ámbito de la política extranjera, dialogando con todos, con mentalidad abierta. Jamás enfocó las cuestiones con un espíritu partidista. Sus intervenciones, incluso las más recientes, ilustran esa voluntad incansable de construir una Europa para todos y con todos.
Más que enfrentarse a sus socios, a Felipe le preocupaba la distancia existente entre esta formidable aventura colectiva y las opiniones públicas. De ahí su insistencia en la necesidad de dar un contenido a la Europa de los ciudadanos. Le debemos, pues, los primeros pasos en este sentido, que figuran en el Tratado de Maastricht.
La lección del maestro Felipe no debe olvidarse jamás. No significa en absoluto que cada familia política no deba cultivar su personalidad y profundizar en sus concepciones del hombre y de la sociedad. Pero nuestra Europa no puede más que enriquecerse con esta diversidad, así como con la voluntad de vivir juntos.
Felipe González considera también que esta Europa está enfrentada a la gran mutación que sacude y provoca a nuestras viejas naciones. Tiene una visión amplia y a largo plazo. También sabe el valor de la continuidad. Un árbol cuidado con atención no produce sus frutos más que al cabo de un largo periodo que no corresponde siempre al tempo de la democracia electiva. Así es la vida política, pero nosotros siempre tendremos necesidad de los análisis y de los consejos del maestro Felipe, nuestro compañero de los buenos y los malos días
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