¿El fin de la historia?
El proyecto de moneda única es vivido por muchos analistas políticos y ciudadanos como una versión económica de la teoría de¡ fin de la historia. Por simple electoralismo, la mayoría de los gobernantes europeos se ha autoconvencido de que la entrada en vigor del euro resolverá, mágicamente, los problemas de desempleo, anquilosamiento, intervencionismo y déficit públicos de sus respectivos países. La primera reflexión lúcida sobre el día siguiente a la entrada en vigor de la moneda única es el Pacto de Estabilidad, que rompe ese mito del fin de la historia y que, en la medida en que se considera que puede llegar a aplicarse, provoca en los Gobiernos más enfangados en el déficit dudas sobre su oportunidad y su eficacia para ayudarles o forzarles, efectivamente, a recomponer el equilibrio de sus finanzas.El actual Gobierno francés vacila sobre si declarar que la política de franco fuerte ha sido un tremendo error. Después de más de diez años de mantener una unión monetaria de facto con Alemania, la economía francesa está empantanada, con un paro muy alto e inciertas perspectivas de futuro. Como era de esperar, porque una política económica que combina déficit públicos excesivos, intervencionismo, mercados rígidos y una política monetaria restrictiva genera estancamiento y desempleo. Una política monetaria más laxa no arreglaría los problemas, pero compraría tiempo para intentar una política de reformas. Si se relajara la política monetaria y no se flexibilizara la economía, la reflexión habría sido estéril y Francia volvería a encontrarse, agudizados, los mismos problemas que hoy hacen vacilar a su Gobierno.
Si el Gobierno francés opta -simplemente, sin hacer ninguna reforma- por aumentar el déficit público, o incluso por permitir que aflore el que sin duda ha heredado del anterior Gobierno, se encontrará con que sus problemas económicos se agravan con rapidez. Y en ese momento es seguro que soltará las amarras con el marco; o con el euro.
Esta segunda crisis del proyecto hacia la moneda única es, en realidad, una nueva oportunidad para reconsiderar la bondad de la idea tal y como está concebida. El primer tropiezo en el camino tecnocrático hacia el terreno de la supuesta neutralidad monetaria ocurrió en 1993, cuando, afortunadamente, estallaron las paridades fijas del SME mantenidas arbitrariamente al margen de la realidad económica por los bancos centrales y los Gobiernos de los países partícipes en el SME.
La decisión de fijar, para siempre, los tipos de cambio que sea al margen de la evolución de la productividad de los países participantes no tiene fundamentos económicos sólidos. A los cuatro años de la primera gran crisis se presenta la actual, que pone de manifiesto la incompatibilidad de las políticas económicas nacionales de los países centrales de Europa, Alemania y Francia, con la introducción precipitada de la moneda única.
¿Se imaginan lo que podría pasar si la crisis de fe de Francia ocurriera una vez hubiera entrado en vigor la moneda única? Después de ese momento, si no hay reformas y las políticas económicas nacionales o los cambios en la productividad, o shocks externos impredecibles, provocan ciclos económicos diferentes entre los países miembros y un crecimiento significativo del desempleo en algún país de la unión monetaria mientras los otros gozan de prosperidad y buenas expectativas, los conflictos entre naciones serán inevitables y agudos.
Ése es el peor escenario posible para una unión monetaria mal diseñada, como la europea, que carece de flexibilidad, de mecanismos de compensación, de presupuesto común, de instituciones propias, en la que, además, se va a producir la integración de algunos países con un paro muy alto y otros con déficit significativos, lo que aumenta las posibilidades de que surjan, y se enquisten, grandes diferencias entre la naciones miembros. Ése es el auténtico riesgo de una unión monetaria tan miserablemente concebida.
Un conflicto como el actual -pero después de la integración monetaria- podría hacer saltar en pedazos el mercado único, el mayor logro de los gobernantes y políticos europeos de este siglo. Si se producen grandes diferencias entre países miembros, y no es posible reducirlas porque la inexistencia de monedas nacionales priva de utilizar los tipos de cambio, el instrumento de ajuste más eficaz, rápido e indoloro con el que cuenta la política económica, será inevitable que esa carencia se utilice por los nacionalismos disgregadores, que acusarán a los más eficientes, o afortunados, de medrar a su costa.
"Nada que temer", dicen los eurooptimistas. "En ese momento, los gobernantes de los países en crisis harán todas las reformas: bajarán los impuestos, gastarán menos, flexibílizarán el mercado de trabajo, incluso reformarán el sistema público de pensiones y negociarán con los sindicatos una reducción en los salarios nominales para recuperar la competitividad". "Y al poco tiempo", sigue el cuento, "la economía se recuperará y el desempleo bajará drásticamente".
¿Harán todo eso los gobernantes y líderes sindicales franceses, alemanes y españoles, según el país que sufra la crisis? ¿O intentarán resolver sus problemas con más gasto público, más intervención y más déficit, como insinúa el actual Gobierno francés?
Hasta el momento en que se produzca la fijación definitiva de los tipos de cambio, las inconsistencias y los errores de las políticas económicas nacionales las sufren, básicamente, los ciudadanos de cada país; tras la entrada en vigor de la moneda única, a todos los europeos de los países que se integren les afectarán las decisiones de cualquier gobernante europeo. Porque, en la medida en que las políticas económicas nacionales se separen de lo acordado en el pacto de estabilidad, con o sin multas -se paguen o no se paguen-, resultará afectado el mercado único y se generarán incertidumbres sobre la unión monetaria que pueden ser mayores, incluso, que las actuales.
Operar con múltiples monedas nacionales en un reducido espacio geográfico cada vez más integrado, como Europa, puede ser engorroso y producir fricciones como las que aparecen cuando se modifican los tipos de cambio y se cruzan acusaciones por hacer "devaluaciones competitivas". Pero decidir fijar para siempre el precio último de una economía cuando siguen intervenidos mercados básicos de bienes y servicios además del de trabajo es una irresponsabilidad y un desconocimiento del papel que juega en el sistema de precios como asignador de recursos en una economía de mercado.
Si graves son las carencias económicas del proyecto, las políticas son aún de mayor envergadura, porque lo que se pretende con tan endeble andamiaje es, ni más ni menos, que evitar el posible renacimiento del nacionalismo, la manifestación política más potente e incontrolable en
¿El fin de la historia?
nuestro mundo supuestamente moderno. La decisión a favor de la moneda única como forma de enfrentarse tanto al nacionalismo como a los problemas económicos de los países más viejos e intervenidos de Europa es una huida hacia adelante; es creer, una vez más, en la tecnocracia, que es tanto como decir en el fin de la historia: todo el poder para los técnicos, economistas y banqueros, trasuntos modernos de los filósofos gobernadores de Platón: independencia de los bancos centrales, moneda única y pérdida de la soberanía rnonetaria. Se han desechado los planteamientos y las soluciones políticas, control democrático de las decisiones europeas, qué competencías traspasar, qué tamaño de presupuesto comunitario es admisible, qué modificaciones serían necesarias en las constituciones nacionales, qué sistema de exigencia de responsabilidades.También se ha hecho caso omiso de las advertencias de muchos economistas respecto a las consecuencias del incumplimiento de una serie de condiciones mínimas necesarias para que el proyecto pudiera funcionar: mercados de trabajo flexibles, existencia de competencia efectiva en los principales mercados de bienes y servicios, libertad efectiva de movimiento de personas dentro de la Unión.
Afortunadamente, en esta ocasión, y por una vez, la posible crisis monetaria europea se produce en un buen momento de la economía española. Nuestros bajos tipos de interés no deben hoy nada a las perspectivas de integración de la peseta en la unión monetaria. Son consecuencia directa de nuestra baja inflación y de la esperanza en el rigor reformista del actual Gobierno. Podrá haber perturbaciones, pero nada justificaría un cambio en la actual política monetaria. Sí estallara una tormenta monetaria, sólo tendríamos que temer que nuestro propio temor y nuestros sentimientos de inseguridad, hoy injustificado, indujeran a los responsables de la política económica a tomar decisiones que paralizaran, o pusieran en duda, el actual cielo de crecimiento, que tiene que ver con el europeo, pero, sobre todo, con la recuperación de los equilibrios macroeconómicos nacionales.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.