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Tregua

Enrique Gil Calvo

En su discurso del debate sobre el estado de la nación, el presidente del Gobierno se permitió ofrecer una tregua a las demás fuerzas políticas para poder afrontar el ingreso en la unión monetaria europea bajo un clima de consenso y pacificación. Los portavoces de los grupos nacionalistas se apresuraron a suscribir la oferta, y hasta el jefe de la oposición socialista, renunciando a pedir demasiadas cuentas, pareció plegarse a ella, puesto que, explícitamente al menos, tampoco la rechazó. Así que el tedioso debate concluyó con más pena que gloria, dada la indudable victoria política del señor Aznar, que sale reforzado a juzgar por las encuestas sin que su inadmisible estilo de ejercer el poder se haya puesto en tela de juicio siquiera.Y si al menos esto hace comprender al Ejecutivo que resulta políticamente más rentable apostar por la moderación constructiva que por la provocación intimidadora, bienvenido sea. Confiemos, pues, que la cruzada de represalias cese, las purgas inquisitoriales se detengan, el globo de la crispación se pinche y los fantasmas de contienda civil se disuelvan. Pero es lamentable la tardanza en descubrir las ventajas de la tregua, cuando entre tanto la concordia pública ha quedado malherida. Por eso cabe abrigar alguna sospecha sobre una oferta semejante, por irreprochables que sus intenciones parezcan. Y es que resulta propio de un poder autocrático el actuar con la generosidad condescendiente del perdonavidas que aprieta pero no ahoga, empezando por provocar el primero las hostilidades para dignarse después suspender la amenaza con tal de que su víctima tampoco se defienda.

Pero lo malo del caso es que la víctima, en efecto, no se defendió. El jefe de la oposición estuvo lamentable, perdiendo el tiempo con un discurso de estadista jubilado que le impidió centrarse en el análisis que todos esperábamos: la pública denuncia, cortés y responsable pero firme y exigente, del flagrante desprecio a la legalidad en que incurre el Gobierno con sus arbitrarios abusos de poder. Es cierto que lo citó de refilón, dejando para el final una tímida alusión a tres casos: la instrumentación de la Agencia Tributaria, la expropiación del fútbol digital y la complicidad con el motín de los fiscales. Pero había mucha más tela que cortar: por ejemplo, en sanidad y enseñanza. Y hacía falta sobre todo situar en los abusos de poder el centro de gravedad del debate entero, como era su deber parlamentario como jefe de la oposición. Bueno, pues no: apenas una nota a pie de página y se acabó.

¿Por qué no supo dar la talla González ni estar a la aItura de las circunstancias? Quizá le traicionase su mala conciencia, debiendo reconocer su propia falta de autoridad moral sin necesidad de que Aznar se lo recordase. Y es que la peor herencia dejada por González es el ejemplo que dio con su estilo de gobernar. Mientras el PSOE mantuvo su mayoría absoluta cayó reiteradamente en el abuso de poder, con poco respeto al pluralismo y evidente desprecio por la legalidad. Algo que los responsables socialistas todavía no han sabido explicar ni han querido reconocer, a pesar de que por esa causa perdieron las elecciones. Y su congreso del próximo fin de semana, que debería servir para rectificar, eludirá olímpicamente la cuestión, contentándose con depurar guerristas en lugar de responsabilidades.

Pues bien, esta lección de eficacia política es la que el señor señor Aznar aprendió duramente, al sufrirla en sus propias carnes. Y por eso la devuelve hoy doblada con creces. El electorado no le otorgó mayoría absoluta, pero es como si la tuviera, pues la oposición carece de autoridad para controlarle. Por eso secuestra la Administración, ataca a la prensa, legisla contra la sociedad civil y viola el principio de legalidad: pero no lo reconoce, fingiendo con cinismo un escrupuloso respeto formal por las reglas del juego. Lo malo es que seguirá ejerciendo este peculiar despotismo mientras el partido socialista no renueve su liderazgo: y a juzgar por lo que se espera de su próximo congreso, habrá que esperar sentados.

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