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Por un gobierno político de la moneda única

"Construir Europa sin destruir Francia". Se trata de una de las frases electorales de Lionel Jospin, que resume las esperanzas y los temores de la sociedad francesa, una relación de amor-odio que cristaliza en esa idea de que para que sea aceptable la construcción de una "Europa económica" el proceso tiene que ir acompañado de un mecano bautizado "Europa social".¿Qué es la "Europa social"? No hay acuerdo, porque las tradiciones de pensamiento económico entre los países de la UE hacen que cada cual privilegie su modelo. Detrás de cada francés asoma una naturaleza colbertista, no en vano el país se ha servido del Estado para poner en marcha y alimentar su motor económico.

En Europa, unos prefieren que sea el mercado el que dicte las leyes, otros delegan en sindicatos y empresarios, y los franceses lo ven todo desde el prisma de la política. Francia sabe que su modelo de "Estado providencia" está en crisis, que no puede seguir manteniendo un sistema de pensiones por reparto, que su sanidad pública es carísima, que su educación laica, gratuita y obligatoria ha dejado de asegurar el funcionamiento del "ascensor social".

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Otra oportunidad para el empleo

Paro creciente

El paro ha ido creciendo entre 1973 y 1997, con sólo un breve paréntesis de recuperación del empleo entre 1987 y 1991. Pero el francés también sabe que los déficits públicos alemanes son tan o más importantes que los suyos y que al otro lado del Rin los parados también se cuentan por millones.Jospin no cree tampoco que el Reino Unido de Tony Blair sea un ideal. Es cierto que la amputación thatcheriana del sector público comatoso ha permitido comenzar de nuevo sobre bases sanas, pero también que el coste social es enorme y que sólo el número de "desaparecidos" de las listas de parados permite presentar estadísticas eufóricas.

Francia no pide que la UE cree puestos de trabajo, que Bruselas se llene de nuevos funcionarios o que pague grandes obras públicas, aunque esto último lo vería con buenos ojos. Reclama un "Gobierno económico" que fije una política y que evite que la fijación de los tipos de cambio sea una decisión independiente del Banco Central Europeo. Quiere que el "arma monetaria" esté al servicio de un proyecto y que ese proyecto tenga como principal objetivo relanzar la actividad económica creadora de empleo.

Es una demanda dentro de la tradición francesa, de su confianza en el voluntarismo político. Queda por ver cómo puede conciliarse con el empirismo británico y el rigor germano, pero los tres puntos de vista -y lo que puedan aportar los de otros países, claro- tienen que llegar a un compromiso.

Proceder al desmantelamiento de la sanidad pública o de British Railways no es lo mismo que vender a privados una fábrica de coches. John Major lo ha comprobado electoralmente. Jospin no cree que Francia tenga que privatizar las telecomunicaciones, los ferrocarriles o ciertos sectores de su industria de defensa.

Maastricht fue concebido en un momento de euforia alemana y tenía como objetivos prioritarios la lucha contra la inflación y los desequilibrios financieros. La mundialización de los intercambios -y la menor importancia de los salarios en la renta nacional- han acabado con la inflación y, por consiguiente, con la posibilidad de endeudarse y pagar luego con moneda devaluada. Maastricht puede, pues, ser reinterpretado, dice París, porque han cambiado las condiciones.

El nuevo primer ministro, Lionel Jospin, exige también la presencia, desde el primer momento, de Italia, España y Portugal, así como que ese futuro "Gobierno económico" haga una lectura "tendencial" de los criterios de convergencia y no se empantane en la sobrevaloración del euro. Que el euro, en definitiva, no sea el marco con otro nombre.

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