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Tribuna
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Francia y la globalización

Emilio Menéndez del Valle

Hasta ahora el debate sobre la globalización o mundilización de las economías del planeta ha estado sobre todo centrado en las relaciones y efectos de la misma en las sociedades de los países en vías de desarrollo. Es probable que el resultado de las elecciones francesas caliente, además, el debate en casa, esto es en Europa. Es innegable que China y un grupo de Estados del sureste asiático y latinoamericanos (entre 10 y 15) han estado creciendo a un ritmo considerable y recibiendo sustanciosas inversiones extranjeras. Pero también lo es que muchos otros (en torno a 130) crecen lentamente o nada. Piénsese que globalización significa transferencia de los países ricos a otros que lo son menos, pero también la vergüenza de millones de trabajadores en el mundo del subdesarrollo que no poseen derechos civiles y políticos. No tardará mucho tiempo sin que se produzca una reacción ante una concepción dogmática de la globalización empenada en imponer recetas supuestamente universales que no atienden las especificidades locales. La inversión foránea en el Tercer Mundo crea puestos de trabajo pero también frecuentemente daña, determinados sectores productivos del país en que invierte, al tiempo que origina aculturación que desquicia el tejido económico, social y cultural. No se trata de oponerse a la modernización ni a la tecnología punta, sino de clarificar qué- se entiende por modernidad, quién la controla, y qué fines persigue.La modernización -a menudo sinónimo de occidentalización, de americanización- es concepto peligrosamente susceptible de ser utilizado de forma enganosa.Durante la campaña electoral, la derecha francesa se ha hartado de predicar que los socialistas significaban "la vuelta atrás" y ellos "la modemidad". La mayoría de los votantes ha entendido otra cosa. En 1995 se inclinaron por Chirac como presidente (aunque ya seguido de cerca por Jospin) porque prometió revitalizar la economía y atajar el paro. La extraordinaria renovación y recuperación del Partido Socialista puede haber asombrado a muchos, pero ni dentro ni fuera de Francia constituía una sorpresa que en 1996 la derecha no caminaba en la dirección prometida, promesa que en gran medida contradecía su esencia. En un coloquio franco-norteamericano celebrado ese año, un empresario francés manifiestaba: "El desempleo es nuestro Vietnam. Al igual que vuestro Lyndon Johnson, Chirac no nos puede sacar de la ciénaga". Eran los días en que el país se hallaba semiparalizado por huelgas masivas-en los servicios públicos, en rebelión contra los recortes propuestos por el primer ministro. Significativamente, las encuestas demostraron que la mayoría de los ciudadanos apoyaban o simpatizaban con los huelguistas.

La sabiduría convencional de la época que vivimos -valiéndose de la propia e inesquivable supremacía tecnológica- ha hecho creer a mucha gente no sólo que la mundializacion es inevitable (en lo que probablemente no les falta razón) sino también que no se puede hacer nada para conformar o controlar sus efectos sociales, algo que no debemos aceptar como dogma. Muchos franceses pueden haber sentido que el objetivo del gobierno "mundializado" de la derecha era incorporarles a una economía globalizada diseñada y con prioridades fuera de un auténtico control democrático. Muchos franceses y muchos europeos reclaman una acción política que reoriente los deberes y compromisos sociales que el Estado y los agentes económicos han de mantener para hacer de sus países comunidades equilibradas donde, libertad de mercado no sea igual a rapiña. Las eleciones recién celebradas de muestran que, en Francia, ni la globalización es vivida como teología o axioma ni los criterios económicos de convergencia europea son considerados como algo asépticamente separado de k) social. Se trata, en efecto, de configurar una política eccnómica al servicio del hombre, no viceversa.

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