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Tribuna:
Tribuna
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Tampoco es esto

Sin ser lo que se dice lector de un solo periódico, lo soy, día a día y desde hace los ya más de 20 años que tiene de existencia, de EL PAÍS, que, además, me ha dispensado, también durante este tiempo, su acogedora hospitalidad como colaborador. Si inicio este artículo con tal suerte de explicación non petita es porque, a partir de ambos datos, otros que señalaré han contribuido a generar en mí el estado de ánimo desde el que ahora escribo sobre el caso Sogecable- Canal Plus o caso Gómez de Liaño (según el que mira y según se mire). Estado de ánimo del que forma parte cierta perplejidad y alguna desazón.Comenzaré diciendo que -con inevitable limitación de conocimiento concreto, pero con alguna experiencia jurisdiccional- creo poder expresar una duda y dos certezas. La duda es sobre la plausibilidad jurídica de la hipótesis planteada por la denuncia y la querella que han dado lugar a este asunto. De esta duda, con paradoja sólo aparente, fluye la primera certeza: la que autoriza a sostener con firmeza que el proceso penal no es, en modo alguno, el terreno idóneo para ventilar cuestiones de naturaleza jurídica amplia y fundadamente controvertida. Ni siquiera, poniéndonos en el mejor de los casos, cuestiones-límite, que en derecho criminal siempre tendrían que caer del otro lado. O sea, quedar fuera.

La segunda certeza es que el proceso penal, en efecto, pesa. Pero en él sólo cabe hablar de cargas (en el sentido genérico de gravamen) por referencia a la que implica ya, materialmente, su propia existencia. Es decir, para cualquier sujeto, la sola circunstancia de ser y aparecer públicamente siendo objeto de una imputación. Fuera o además de esto, cada vez que la justicia criminal modifica activamente en algún grado mediante una decisión el status precedente de un ciudadano se entra ya en el terreno de las medidas. Y éstas sólo pueden ser cautelares, y sólo lo son si tienen una funcionalidad actual y efectiva -no meramente retórica- a los fines legítimos del proceso en curso.

Por eso creo que no tenía razón el juez número 1 de instrucción de la Audiencia Nacional al banalizar la afectación o modificación de una situación real de la libertad de los querellados, operando por pura reducción semántica o jugando con la jerga forense. El juez de instrucción no tiene ni siquiera el recurso de transitar esa inquietante zona intermedia abierta a la policía por la "ley Corcuera" en la lectura del Tribunal Constitucional. De ahí que la decisión revocatoria de la Sala Segunda de la Audiencia Nacional sea impecable: en el fondo y en la forma. En el fondo, al aportar claridad diamantina en una cuestión reñida por principio con la bruma de las medias tintas. En la forma, porque, directa y transparente, responde bien al contenido que expresa, que no podía ser otro que el de un reproche de falta de razón, por sí mismo duro, siempre y en todo caso. Es la calidad del reproche inherente a las revocaciones, que -en contra de lo que con evidente carencia de rigor se ha sostenido- no operan en un cuadro jerárquico, sino en el de la distribución de ámbitos de competencia, al margen de cualquier relación de supra y subordinación administrativa. Por otra parte, el sentido de la relación entre órganos judiciales demanda una dialéctica, desde luego respetuosa, pero nítida y neta en la asunción y en la crítica de las posiciones, que ofrezca con claridad' los auténticos perfiles de cada cuestión a debate. Que así sea -como aquí ha sucedido, en el caso de la sala- es una garantía, reflejo del principio de contradicción que, por definición, es confrontación abierta de afirmaciones recíprocamente excluyentes. Y también un ejemplar modo de cumplir con la dimensión cultural implícita en el proceso penal, como institución de las que contribuyen idealmente al mantenimiento del Estado de derecho.

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Pero las reflexiones expuestas no agotan el conjunto de las que sugiere el caso objeto de este comentario. De él hay, asimismo, un plano político y otro informativo, ambos estrechamente implicados entre sí y también con proyección inevitable sobre el propiamente procesal.

De la vertiente mediática del asunto, aquí me preocupa la protagonizada por EL PAÍS. En ella he echado de menos una reflexiva tensión hacia el equilibrio y la imparcialidad informativa, a la que el lector tiene inobjetable derecho. Actitud que, debo decirlo, también estuvo ausente en el trato de algunas actuaciones de Gómez de Liaño nada discutibles, producidas en el caso Lasa y Zabala. Para muestra, un buen botón, recordaré un editorial: El jardin del juez, a mi juicio, muy desafortunado por nada objetivo.

En el presente supuesto, el reproche no lo es de falta de una indiferencia contra natura a cualesquiera vicisitudes de los intereses del grupo que sustenta al diario. Pero un medio de comunicación consecuente con la dimensión constitucional de su cometido está obligado a informar cuando es información lo que ofrece; tomando para ello, incluso, la distancia necesaria del titular de la cabecera. Más en las situaciones de dificultad. Y sobre todo si, como sucede, se está en la certeza de tener razón. Por lo demás, obrar así, aparte de ser lo periodísticamente correcto, es seguro que, en términos estratégicos, habría resultado también lo más productivo a la hora de crear opinión favorable de calidad.

Creo que EL PAÍS -y hablo de la línea informativa (la colaboración es personal y se firma)- se ha implicado sin matices en una dialéctica del amigo / enemigo que, más allá de la defensa (comprensible) de posiciones (con razón) consideradas propias, ha favorecido, al mismo tiempo, la utilización instrumental de los aludidos serios perfiles negativos de este caso en otros casos que nada tienen que ver con él, por más que no falten interesados en sugerir -sobre todo sugerir difusa y oscuramente- todo lo contrario. Pienso que el tratamiento del asunto con la lógica unidimensional de la parte ha contribuido a la creación de un pesadísimo clima genérico de peligrosa confusión deslegitimadora de algo más que esta actuación concreta del juez. (Que, desde luego, ya en "el pecado" está llevando -al menos parte de- "la penitencia"). Se ha traducido, además, por la acumulación táctica, compulsiva y objetivamente solidaria de una heterogénea gama de intereses de muy diversos perjudicados, en la constitución de una especie de fondo susceptible de producir otras rentabilidades que la puramente defensiva en el caso de que se trata y para el círculo estricto de los afectados (afectados, insisto, probablemente, sin razón de derecho penal para ello).

Aparte una actitud inequívocamente informativa en el área de información, he echado de menos -más tratándose de este asunto- una línea editorial serena que, discurriendo con rigor sobre lo hecho por Gómez de Liaño, hubiera señalado también que no todo vale, ni siquiera contra él y ahora. Aun en el caso, si se está en él, de tenerle por el primero en no respetar, desde su privilegiada posición de poder, esta regla.

Me parece que habría sido necesario poner un contrapunto de reflexivo y expreso "desmarque" de las tácticas estrechamente instrumentales que tanto han proliferado en la ocasión; rehusar algunas ayudas tramposas que, en realidad, más que "dar una mano", en este caso buscan servirse de él en otros. Habría sido bueno, igualmente, establecer distancia de ciertas interpretaciones globales que, con las descalificaciones inespecíficas de "jueces", apuntan por sistema hacia el cuestionamiento político, genérico y globalmente deslegitimador de la jurisdicción como instancia. Una pulsión que con obsesiva insistencia -y de izquierda a derecha y viceversa, según la causa y el encausado- ha recorrido todos estos años y permanece viva en las actuales vicisitudes, en las que siguen pesando políticamente casos críticos de relevancia jurisdiccional-penal obligada por razón de Constitución y legalidad. La experiencia, por cierto, incluye datos que no hay que olvidar, de los que uno tiene, a mi juicio, singular importancia en este contexto . Es que el denunciante de hoy y quienes ahora se le oponen con vehemencia en el frente político compitieron, en desprecio al derecho y en saña, cuando se trató de linchar moral y casi físicamente a la irreprochable juez Huerta en el emblemático "caso Linaza". Y la misma elocuente redistribución de posiciones ha vuelto a producirse en tomo a algunos procesos en trámite.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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