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A propósito de Fujimori

Pocos recuerdan hoy, al parecer, que la práctica de no hacer prisioneros sino matar a todos los vencidos es lo qué en otros tiempos se llamaba "guerra sin cuartel", y que en la América criolla de lengua castellana está acreditada por el más glorioso de los precedentes, pues, en efecto, en la primera fase de su guerra contra la metrópoli, la adoptó nada menos que Simón Bolívar, El Libertador, aunque no sin ilustres predecesores y sucesores españoles, como don Antonio de Mendoza, primer virrey de Nueva España, que después de su victoria en la Guerra de Mixtón mandó matar sur le champ a una parte de los indios capturados, ya sea aperreándolos, ya traspasándolos por grupos colocados en hilera con una bala de cañón. Él mismo alegaría después en su descargo que "el aperrear algunos yndios de los más culpados y ponellos a tiro convino hazerse para escarmiento y más temor de los yndios [...pues] la muerte en la horca ellos mismos se la daban de su propia voluntad"; y en otro lugar, poniendo por comparación las sublevaciones posteriores a la conquista de Granada -reino del que su padre había sido capitán general-: "como se haze en españa con los erejes e ynfieles que la gente los acuchillan e matan por el camino sin que sea a cargo de la justicia" [sic por la ortografía y subrayado mío]. Y entre los sucesores puede ponerse el no menos ilustre general Zumalacárregui, que, según cuenta horrorizado su cronista -aunque por otra parte gran admirador- Friedrich Henningsen, llegó a alancear una noche, en un bosque, a los prisioneros que llevaba, para no ser localizado, por el ruido de disparos de fusil, por los cristinos que lo perseguían. Con todo, en la primera Guerra Carlista parece ser que, por una u otra parte, no era infrecuente en quienes se veían en el trance de tener que rendirse preguntar al enemigo que los iba derrotando: "¿Hay cuartel?", queriendo saber con ello, exactamente, si se iba a matar o no a los prisioneros.Tales son, pues, los ilustres precedentes que podrían avalar la decisión de Fujimori en el asalto a la embajada del Japón, que igualmente podría escudar su actuar de hecho -como opuesto a de derecho- con las mismas palabras con que argumentó en sus descargos, frente a las acusaciones del visitador Tello de Sandóval, don Antonio de Mendoza, o sea, que el "no dar cuartel" -como se diría al menos en el siglo XIX- a los indios capturados "convino hazerse para escarmiento" y "sin que sea a cargo de la justicia" (que es como decir a título puramente fáctico de guerra) y que le valió la plena absolución ante el Consejo de Indias, aunque quizá ayudara también el que el presidente de éste -y sin que quiera yo pecar de malicioso- fuese, desde 1546, su propio hermano mayor, don Luis Hurtado de Mendoza, II marqués de Mondéjar. Con todo, por muy absuelto que escapase don Antonio, su "operativo" en el Peñol de Mixtón ni le fue unánimemente celebrado ni puesto por modélico como el de Fujimori en la Ciudad de los Reyes, sino que se le hizo de ello cargo de justicia criminal, lo que quiere decir que en 1548 ya no había tanta tolerancia para los aperreamientos y otras vesanias con los indios como la que 20 y 30 años antes había habido con los horrores del Golfo de Urabá y del de San Miguel -a la parte de acá y a la de allá del istmo que separa los oceános- y de todo el Darién o Castilla del Oro, bajo la tenebrosa gobernación de Pedrarias Dávila, fundador de la ciudad de Panamá.

En cuanto a la afirmación del jesuita que estaba entre los rehenes de que todavía se oían silbar las balas sobre sus cabezas cuando el oficial libertador que lo sacaba le decía: "Adelante nomás, está usted libre", contiene, de ser exactas sus palabras, una palmaria incongruencia, que resulta altamente sospechosa: la confianza del oficial hace pensar que él sabía algo que el jesuita no podía saber; y ese algo bien podría ser que había órdenes de que si el comando coronaba sus fines en un tiempo excesivamente corto, sus componentes tenían que prolongar la balacera, disparando en vacío contra el techo o las paredes, tanto a fin de hacer creer que la resistencia de los tupamaros había sido más larga y denodada, tal vez con vistas a poder justificar mejor sus muertes ya decretadas de antemano, como a fin de recargar el éxito del "operativo" con un grado de espectacularidad y de resonancia más impresionante y, por tanto, propagandísticamente más rentable cara al público.

También concurrió en el asunto una cosa grotesca y deprimente, que revela, por una parte, algo realmente mezquino y deleznable en el espíritu de las fuerzas armadas del país, y, por otra, la dependencia o el temor del presidente con respecto a ellas, y es la participación -tal vez incluso a partes iguales entre los componentes- de las fuerzas de tierra, mar y aire en el comando designado para el "operativo". O sea que, ya fuese por los celos y recelos siempre latentes o posibles entre las tres fuerzas en el reparto del presupuesto, de misiones y de honores, ya por el temeroso escrúpulo del presidente por tenerlos a todos igualmente contentos con la más equitativa distribución de los laureles esperados, el caso es que el miedo a cualquier posible "agravio comparativo" parece haberse impuesto enteramente al margen de cualquier criterio de orden práctico. Y lo más desolador es pensar en los largos y minuciosos regateos y discusiones a que tal clase de cominerías corporativas suele dar lugar.

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Por otra parte, aun en el supuesto, para mí siempre discutible, de admitir como digna de celebración alguna victoria de armas rodeada de no sé qué especial contexto capaz de hacer al menos excusable o comprensible una tal celebración (pues todo conflicto sangriento es siempre una gran desgracia por sí mismo, y no hay razón humana-dicho sea enteramente al margen de la más inmemorial y contundente experiencia antropológica- para que sólo lo sea para el vencido, mientras que el vencedor la tiene por la máxima ventura y el supremo cumplimiento que cualquier pueblo pueda desear), me parece indecente hasta lo obsceno celebrar por victoria tan triste "operativo" de orden público interno como el de la embajada del Japón. No entro aquí a discutir el grado de honestidad o deshonestidad que pueda haber tras las afirmaciones de su inevitabilidad y justificación; lo que discuto es que se exalte y aplauda con honores de victoria un episodio que debería ser sentido como algo unívocamente lastimoso y desventurado para todos, y tanto más en la medida en que tan miserable

aureola triunfalista remite directamente a su rentabilidad electoral para el presidente Fujimori y al incremento de prestigio para el país y para su gobierno que puede reflejar ante los ojos de los extranjeros.

No logro recordar si fue Quevedo, Saavedra Fajardo u otro escritor político español del XVII el que le elucubró como elegante coartada al poderoso -quizá en concreto al rey Felipe IV o acaso al Conde-Duque de Olivares- el barroco contrasentido de designar como "el remedio de las cosas que no tienen remedio" a ese género de soluciones por actuación de hecho que tan lúcidamente acertó a caracterizar Carl Schmitt bajo el concepto de "tecnicidad". Pero el autor del retruécano no pensó más que en servirle en bandeja al estadista una salida airosa, y sin posible réplica, justamente en virtud de su gratuita irracionalidad, sin tomarse el escrúpulo -imposible, por lo demás, si bien se mira- de ilustrar al estadista sobre las condiciones exigibles a la hora de decidir cuáles son realmente "cosas que no tienen remedio": la sinrazón que encierra esa definición tan elegante y a la vez canalla del uso de la fuerza como "el remedio de las cosas que no tienen remedio" no puede desembocar en otro criterio de actuación que el del arbitrio, o sea en el "decisionismo" del ya citado Schmitt, y sólo para servirle de coartada.

La patentemente interesada decisión de Fujimori y de sus fuerzas armadas (sospechosos, incluso, de no haber sido sinceros en ningún momento en lo que toca a la buena voluntad de buscar otros "remedios", dado que semejante red de subterráneos no se excava en 24 horas ni en 24 días, por no hablar del factor sobrevenido de la secreta e incitadora convicción de que una vez terminados de excavar se les haría poderosamente inaceptable la sola idea de renunciar a usarlos) tuvo, a mi juicio, como impulso dominante el de que en el secuestro de tan valioso y numeroso grupo de personas percibieron al vuelo la ocasión de oro que se les brindaba para "apuntarse un tanto" clamoroso y decisivo ante el electorado, y a estos efectos el "remedio" no podía ser más que espectacular y contundentemente victorioso, habida cuenta de que las mayorías responden siempre en alto grado a la infantil propensión de no admirar ni dejarse seducir por ninguna otra cosa de este mundo, tanto como por aquellas que, cualquiera que sea su verdad, se les presenten con rostro de victoria. A falta de otras incluso las victorias deportivas del equipo nacional despiertan, y hoy más que nunca, las más delirantes explosiones de entusiasmo popular. No puedo garantizar hasta qué punto es cierto, pero en Italia se me aseguró que en los mundiales de fútbol de Madrid de 1982 la victoria de la Squadra Azzurra le propició al gobierno Spadolini, ya sólo por pocos días o semanas a punto de caer, otros seis meses de permanencia en el poder. La fuerza profundamente corruptora del deporte agónico está en que acendra en las gentes esa mala pasión de la victoria. Y Fujimori sabía que no hay ninguna otra pasión mínimamente comparable a esa en cuanto a rentabilidad electoral.

Pero incluso en el supuesto, por lo demás harto dudoso, de que el "remedio" adoptado se le representase honradamente y con la mano en el corazón como la única y forzosa solución viable, un mínimo de decencia, de pudor y de respeto hacia los ciudadanos le habría impuesto, sin pararse a pensarlo ni un instante, la exigencia de que, ante un trance tan triste, tan absolutamente negativo y lamentable para todos desde cualquier punto de vista que se considere, y una vez alcanzados los fines del "operativo", la única actitud apropiada y decorosa era la de retirarse modestamente y en silencio, como del más penoso y deprimente cometido, y no la de estallar en expresiones de júbilo, en aplausos, clamores y proclamaciones de victoria. Lo que se ha visto, ya lo he dicho antes, ha sido, sin paliativos, completamente obsceno.

No obstante, a este propósito, sería tan erróneo como injusto dejar solo a Fujimori; antes por el contrario, conviene recordar hasta qué punto, hablando en general, la necesidad de "prestigio" (palabra que hoy, cada vez más, es suplantada por "imagen", al mismo tiempo que una gran mayoría de personas vienen prácticamente a identificar cualquiera de esas dos palabras con la noción de "legitimidad", descargando a ésta de una gran parte de su peso y casi reduciéndola, por tanto, a una mera cuestión de relaciones públicas o de propaganda) es una asoladora servidumbre, una lacra congénita con la naturaleza misma del Estado. Y, con respecto a ella, no me parece a mí que las democracias conocidas mejoren nada a otras formas de gobierno, sino que más bien se diría que al menos en un aspecto las empeoran. Hablo concretamente de los poderosos condicionamientos inherentes al interés electoral de los partidos -que es, en principio, conviene no olvidarlo, cierta clase de interés particular- tal como, en relación con el gravísimo negocio de la guerra, acertó a señalarlo hace ya medio siglo el periodista norteamericano Walter Lippman. Ya sé que Lippman yace en el olvido o es despreciado como "derechista", por señalarle defectos a la intocable Democracia, pero ¿quién se atrevería hoy a quitarle la razón ante el imponente lastre electoral que para cualquier gobierno o candidato norteamericano, republicano o demócrata que fuere, supone la inexorable necesidad de tener que mantener y defender -incluso haciendo uso del derecho de veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas- la más inaudita tolerancia ante las cada vez más prepotentes e insultantes sinrazones e infracciones de Israel? ¿A qué tanto encarecer y predicar la tolerancia, si al cabo hemos de ver cómo claudica de forma vergonzosa frente a una verdadera, pura y dura intolerancia?

Se ha dicho que la renuencia de Fujimori, a despecho de algunas presiones extranjeras, en cuanto a hacerles concesiones a los secuestradores respondía al deseo de no sentar precedentes en "la lucha contra el terrorismo", pero tanto se le han alabado y se le han puesto como impecables y ejemplares, sobre todo en Norteamérica, "el método" y el éxito -dicen, incluso, que pasará a los libros de "antiterrorismo"-, que me temo que al fin sí que, a pesar de sus intenciones declaradas, ha acabado por sentar un precedente, distinto, pero mucho más grave del que se temía: el precedente de lo que pronto aparecerá en los libros de texto de los que estudien para antiterroristas, y acaso bajo el nombre de Doctrina Mendoza-Fujimori: "matarlos a todos in situ y en el acto, sin que sea a cargo de la justicia".

En fin, todos estamos esperando ansiosamente a que nos saque de tanta, perplejidad y tanto desconcierto, con su definitivo dictamen sobre el caso, don Mario Vargas Llosa.

Rafael Sánchez Ferlosio es escritor.

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