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Tribuna
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De política, ¿qué?

Las últimas encuestas aparecidas en la prensa y cuya básica coincidencia deja lugar a pocas dudas, revelan, entre otras muchas cosas interesantes, una extraña circunstancia. Los españoles estiman que la economía va bien y tiende a ir aún mejor, se muestran relativamente optimistas respecto de su futuro y, sin embargo, aprecian al Gobierno prácticamente tan poco como a la oposición, porque el famoso empate técnico se da precisamente a la baja. Otro tanto puede decirse de los líderes políticos para los que el aprobado simple, propio de malos estudiantes, consiste ya en un triunfo. Apenas hace feliz excepción el conocimiento y valoración, positivos y aún negativos de concretas acciones de gobierno, que sirve, entre otras cosas, para quebrar el excesivo personalismo de los partidos españoles y el resultado empobrecedor de sus internas prácticas malthusianas.¿Acaso la ciudadanía se ha resignado a desconfiar, eso sí, moderadamente, de sus políticos porque intuye que la bonanza económica depende de circunstancias ajenas a sus decisiones y confía en que las peleas de gallos propias de aquéllos no pasarán nunca de tales?

A mi juicio, el menosprecio de la política es un grave error. Las circunstancias económicas, como los hados de antaño, conducen pero no arrastran y cuando los gobernantes saben ceñir las velas a su viento y avanzar en la buena dirección, como ocurre ahora en España, su labor debe ser encomiada y valorada. Si es cuestión de la buena suerte de los actuales gobernantes, habrá que felicitarse por ello. Repito ahora lo dicho en 1989. Más vale tener al frente del Estado políticos afortunados que gafes.De otro lado, la crispación política no es algo ni ineludible ni indiferente. El servicio puede primar sobre el conflicto y si éste se hace endémico, termina contagiándose a la sociedad. Así parecen intuirlo los españoles cuando valoran mejor a los políticos dialogantes que a los vociferantes.

Pero, además, de la política puede y debe esperarse algo mejor. De su esfera han de venir impulsos capaces de ilusionar, movilizar e integrar a la sociedad. En eso consiste su esencia y grandeza y eso es lo que precisamente falla. Porque la política que dejan entrever los unos y los otros no pasa de una mera táctica para retener y obtener el poder. Algo sin duda preciso, pero harto insuficiente. Lo que el ciudadano ve es un estéril enfrentamiento entre las mayores fuerzas políticas y un permanente tira y afloja entre quienes se reputan aliados, siempre sobre el poder y sus cuotas y nunca sobre aquello que con el poder se puede perseguir y obtener. De ahí la paradoja que en las Cortes nunca haya habido más acuerdos en el fondo que ahora y, a la vez, mayor tensión entre quienes al final votan lo mismo, no se sabe muy bien si por coincidencia o comunes carencias. ¿Por qué no son capaces de transmitir de consuno que están embarcados en una tarea común?

Hay quienes creen que el Gobierno y su partido necesitan mejores estrategas e imagineros y, sin duda, no le vendrían mal. Pero no se trata de eso. La imagen histórica, única que a la larga importa, se consigue, y la mejor estrategia consiste, no en una operación de marketing político, sino en la factura de un verdadero producto que ofrecer a la sociedad. Y no bastan para ello mejores cifras maeroecónomicas ni siquiera mayores cotas de bienestar como acaban de demostrar las elecciones británicas. Es preciso ofrecer un proyecto sugestivo que realizar. Y hay muchos por delante. Desde la vigorización de nuestra entidad plural, la elevación de nuestro tono vital en ética y en estética, desde la televisión al urbanismo pasando por la ecología, una política exterior de altos vuelos, en la que ya parece haber pasos decisivos, a la definitiva reforma y mejora de la administración de justicia o la gran reforma de la educación que tanto apremia.

Un Gobierno al que sonríe la fortuna debiera aprovechar tal ocasión para acometer semejantes empresas. Ganaría más autoritas que temibilidad y, con ello, ganaríamos todos.

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