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Nieva sobre mojoado

Vicente Molina Foix

La longevidad es un arte añadido a las bellas artes, pero sobre todo en España. Aquí, por la extrema cortedad de la memoria y la dureza del presente, que no sale del indicativo, permanecer es un antídoto contra la ignorancia del medio, una garantía, de que, antes de someterse al sabio juicio de la posteridad, el artista podrá vencer la estupidez de su tiempo. La mayoría de las obras teatrales de Francisco Nieva fueron escritas en las décadas 60 y 70, algunas de ellas publicadas y estrenadas en los años siguientes con un succés d'estime y no mucha incidencia pública, pero a medida que su autor se acercaba a la provecta edad de los clásicos disminuían las posibilidades de dar a conocer asiduamente, ampliamente, adecuadamente, unos textos que, como todos los teatrales, sólo en el escenario alcanzan su última razón de ser. Afortunadamente, Nieva llegó al clasicismo en vida, y con muy buena salud por lo que veo, y ésa fue no sólo su suerte sino la nuestra. Con su mera per manencia en el arisco mundo de los vivos (aquí en ambos sentidos de la palabra), el escritor dio tiempo a su país a reconocerle, incluso a honrarle con las más altas recompensas: la Academia, el Premio Príncipe de Asturias, la hermosa y rigurosa edición institucional de sus obras completas. Le faltaba y le seguirá faltando, porque Nieva es un autor prolífico la salida por la puerta grande de la escena. Aunque dos directores irreemplazables, José Luis Alonso y William Layton (con su equipo habitual) realizaran excelentes montajes de obras de Nieva, su teatro ha dado miedo a los profesionales, que evitaron así dejar al gran público la posibilidad de un veredicto. Admitida por todos la calidad de su palabra escénica, la riqueza iconográfica de su mundo, la originalidad revulsiva de su mirada, llegado el momento de plantearse un gran montaje, directores de primera fila -y hablo con conocimiento de causa- excusaban su participación en el proyecto, prefiriendo el albur de autores no tan genuinos y avasalladores. Nieva corría así el riesgo -y creo que él era consciente de ello- de pasar a la historia cómo un maldito de grandeza indiscutida, como genio póstumo, que es categoría muy festejada entre nosotros. Pelo de tormenta, que se ofrece actualmente en el María Guerrero y ha significado el brillante debú de Juan Carlos Pérez de la Fuente como nuevo director del Centro Dramático Nacional, es uno de los mejores espectáculos teatrales que se han visto últimamente en España, y no sólo por la espléndida conjunción que ha logrado Pérez de la Fuente entre sus actores, la música, el movimiento, la escenografía, la misma y sorprendente transformación de la sala. Terminado el intenso placer de la velada, Pelo de tormenta nos recuerda con un punto de melancolía lo mucho que nos falta por disfrutar de Nieva, la riqueza escondida en esas 30 obras suyas que otro país tendría en su repertorio habitual y aquí se dan, así- en este caso, como acontecimientos insólitos que caen acusadoramente, liberadoramente, sobre las aguas estancadas de un teatro pobre y antiguo.Corrosivo, irreverente, lúcido, desvergonzado (y aún anima más ver la obra de alguien que proclamó hace años "aborrezco el teatro casero de tarde de diario, hecho para caballeros de profesiones liberales y damas demasiado casadas", en el primer Centro Dramático Nacional dependiente de la santa trinidad Aguirre / Cortés / Marco), el teatro de Nieva, por sus procedimientos de transfiguración simbólico-brechtiana de una España eterna que sí, parece que se eterniza, mantiene hoy una vigencia que está por encima de los gustos imperantes y las corrientes imperativas. Pero, ay, la obra se retira de cartel el 10 de mayo en pleno éxito de público, para dar paso a una pieza mediocre de un autor norteamericano que está de moda, yo diría que porque ofrece a los directores, a los mejores directores del mundo, la posibilidad de un lucimiento que no implica riesgo ni enjundia.

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