Las dioxinas de la discordia
La construcción de la incineradora, una planta diseñada para tragarse 1.200 toneladas de basuras al día, comenzó en 1992. Con ella, el Ayuntamiento buscaba tres objetivos: descargar de residuos sus colmados vertederos, recuperar para el reciclaje la mayor cantidad de basura posible y generar energía con el calor que producen los hornos de cremación.La idea se topó pronto con detractores. Principalmente, los grupos políticos de la oposición y los movimientos ecologistas y vecinales. Afirman que por las chimeneas de la instalación salen, además de humo, dioxinas y furanos (sustancias tóxicas), y que las cenizas y escorias que se producen con la combustión son altamente peligrosas.
El Ayuntamiento argumenta que existen incineradoras en las principales capitales europeas y que jamás ha habido problemas medioambientales. Exhiben estudios internacionales que así lo demuestran. El movimiento antiincineradora, a su vez, esgrime otros estudios que indican exactamente lo contrario.
Ante las discrepancias, la Consejería de Medio Ambiente, que debía dar el visto bueno a la puesta en marcha de la planta, se vio entre la espada y la pared: o paraba un proyecto del Ayuntamiento que había costado ya más de 15.000 millones o daba la razón a los ecologistas y vecinos. El consejero Carlos Mayor Oreja exigió entonces las mediciones más estrictas de toda Europa para dar su beneplácito. Si por las chimeneas de la planta saliesen más de 0,1 nanogramos de dioxinas (una milmillonésima parte de gramo) por metro cúbico, cerraría la planta.
A pesar de ello, en diciembre de 1995, el Ayuntamiento puso en marcha la incineradora. La Fiscalía de Medio Ambiente abrió entonces la vía judicial contra los responsables. El Tribunal Superior de Justicia tuvo que decidir. Determinó que un grupo de peritos estudiase la planta. Los magistrados de la sala afirmaron que, si los informes eran negativos, cerrarían la instalación.
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