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Entre utopía y realidad

Hace ocho años, en 1989, y en esta misma época de la Feria del Libro, la Universidad de Tel Aviv tuvo a bien concederme un doctorado honoris causa.El tema que elegí para mi discurso de recepción queda resumido en su título: De la perplejidad a la lucidez. Aunque fuese de forma somera, sin duda un tanto esquemática, intenté en aquella ocasión abordar una cuestión central del que hacer filosófico.

No hay reflexión teórica, en efecto, digna de este nombre, que no arranque del asombro, de la duda. Un pensamiento afincado en la certeza absoluta de sus propios postulados o puntos de partida no sería tal, en realidad.

Por ello, al rastrear los problemas del método filosófico que elabora las condiciones de la lucidez bajo la forma de una Guía de perplejos -More Nabukim- se situaba como un referente histórico la figura de Maimónides.

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Elegí el ejemplo remoto pero perdurable, y entrañable, de Rabbi Mosé ben Maimón, el Sefardí, que tuvo que huir de España por culpa del integrismo de los almohades, que encontró refugio en El Cairo, que escribió unas veces en árabe y otras en hebreo, que fue defensor del diálogo entre todas las culturas y enemigo de todas las intolerancias, y que duerme el sueño de los justos en Tiberias, en esta tierra de Israel y de Palestina, patria de los unos y de los otros.

Terminaba mi intervención con las siguientes palabras:

"No habéis sobrevivido a tanta guerra de exterminio para atrincheraros en vuestra razón de ser, permanecer inmóviles en ella. Habéis sobrevivido para inventar una solución a lo que parece no tenerla. Habéis sobrevivido para escribir una nueva Guía de perplejos, el More Nabukim de nuestros tiempos".

Hoy, ocho años después puedo comprobar que habéis sido capaces de afrontar la responsabilidad histórica que os correspondía objetivamente.

Que habéis sido capaces, al menos, de comenzar a afrontarla.

¿Por qué habéis sido capaces en estos años de inventar una solución a lo que parecía no tenerla?

Esa capacidad concreta, imaginativa, racional, se enraiza en vuestra tradición, en la altura de vuestros ideales históricos. En la memoria también, sin duda, de vuestros sufrimientos. Se debe, por encima de todo, a que sois la única democracia auténtica de la región.

Auténtica no quiere decir perfecta, claro está: una democracia siempre es perfectible, por definición. Su camino de perfección es interminable: la democracia es una reforma permanente.

La perfección, por otra parte, es, o bien un ideal de quietismo religioso, o bien una ambición totalitaria. La democracia no puede ser perfecta precisamente porque es un sistema pluralista, basado en la aceptación del conflicto y de la alternancia, como factores esenciales de su evolución. Pero también de su involución, siempre posible ésta por la absoluta igualdad cuantitativa del voto popular -un hombre, un voto que es imprescindible, pero que puede acaso verse sometida a pasiones o pulsiones o temores coyunturales, irracionales. Por ello es la democracia, aun siendo el mejor y más justo posible, un sistema político frágil, que no puede garantizar por siempre y para siempre la victoria de la razón: o sea, la derrota electoral de los demagogos, enemigos internos de la democracia desde los tiempos de la Grecia clásica.

Sea como sea, el proceso de paz que habéis sido capaces de inventar, de poner en marcha, pese a incontables dificultades, es uno de los acontecimientos más importantes, de mayores consecuencias, de estos últimos decenios.

Como intelectual comprometido con la política, pero sobre todo como escritor quisiera insistir en la necesidad de seguir inventando.

Mario Vargas Llosa ha dicho en alguna ocasión que él y yo somos, en el mundo actual de las letras, una especie de animales prehistóricos.

Algo así como dinosaurios.

Y es que, a diferencia de la mayor parte de los novelistas de hoy, los cuales consideran que el único compromiso del escritor es con la escritura, nosotros seguimos pensando que, por muy importante que sea este aspecto -y es primordial: parece una evidencia que no necesita argumentarse-, el compromiso del escritor tiene forzosamente un carácter más global.

Es cierto, sin embargo -y conviene hacer esta aclaración, aunque sea de forma sucinta-, que ambos hemos modificado sustancial, acaso radicalmente, a lo largo de estos años, nuestra concepción del compromiso intelectual.

Y ello en un sentido muy concreto.

Ni Vargas Llosa ni yo aceptaríamos hoy una mediatización de nuestro compromiso por ninguna organización política partidaria: lo consideramos como algo personal e intransferible.

No sólo rechazamos la noción de intelectual orgánico que acuñó Gramsci en los años veinte, sino que la consideramos nefasta, contraria a las exigencias de la libertad de pensamiento y de expresión, de la autonomía radical que constituye la esencia histórica de toda labor creadora, de toda investigación intelectual.

Personalmente -dejo ya de arrastrar a Vargas Llosa en mi argumentación; asumo la primera persona, singular, del discurso- me considero como intelectual inorgánico.

Recordaré que éste era el adjetivo que los ideólogos y los turiferarios de la dictadura franquista ponían, despectivamente, al sistema democrático de libertades públicas: democracia inorgánica, decían.

Pues bien, así sea y a mucha honra: intelectual inorgánico. O sea, directa y personalmente implicado en la realidad de nuestro mundo, de nuestras sociedades.

Inorgánico: que no pretende hablar en nombre de la historia, ni de una clase social, ni de un partido mesiánico que se atribuya a sí mismo el papel de demiurgo de la realidad o de portavoz de la verdad absoluta y del progreso histórico.

Que sólo habla en su propio nombre, en función de una reflexión personal que arranque del asombro, de la duda. De la perplejidad, a fin de cuentas, como el pensamiento crítico y generoso de Maimónides, hace ya muchos siglos.

Ahora, la hermosa utopía práctica de Israel exige de vosotros el reconocimiento concreto del otro, en su forma de más próxima alteridad y ya se sabe -el pueblo judío lo ha experimentado en su propia carne, a lo largo de los siglos- que cuanto más próxima, más difícil de reconocer y de propiciar es la alteridad. Y ahora se trata de la realidad nacionalista, con vocación estatal, del pueblo palestino.

Soy consciente de que esta opinión sobre vuestros asuntos, por respetuosa que sea, puede irritar a algunos pero me habéis concedido el Premio Jerusalén, creo haberlo entendido, por mi compromiso vital con la libertad. Para mí hubiera sido más fácil, sin duda más brillante también, limitarme a alguna exquisita disquisición sobre literatura o filosofia. De Maimónides a Paul Celan, de Franz Kafka a Elías Canetti, de Jean Améry a Primo Levi, no faltan figuras de escritores y pensadores judíos que hubieran podido inspirarme en este día gozoso, pero lleno de inquietud.

Ahora bien, en todos esos escritores he aprendido las virtudes que exige la amistad: veracidad y sinceridad. Aquí, en Jerusalén, ciudad en que se perpetúa la tradición multicultural de Maimónidés, he procurado ser fiel a tan alto ejemplo de la tradición judía, fermento imprescindible de la cultura universal.

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