Corregir el genoma
Rodeados de pueblos, los primeros romanos escogieron a los valerosos sabinos, que habían fracasado en su intento de invadirles, para robarles las mujeres, según cuenta la leyenda. Antes de que Foucault trazara su amplia genealogía de la locura, las familias que se preciaban se guardaron muy mucho de emparejar a sus vástagos con las que contaban con antecedentes de enajenación mental, o con cegatos y aquejados de otras disminuciones que hoy son de poca monta. Se cuenta de una actriz británica que deseaba un hijo de Bernard Shaw, "para combinar mi belleza con su inteligencia". Tres ejemplos al azar para recordar que, de forma primitiva y acientífica, la humanidad se ha preocupado a lo largo de su historia de mejorar lo que ayer se llamaba raza y hoy acervo génico.Una consecuencia no deseada de la supresión de los elevados índices de mortalidad infantil, terribles pero darwinianamente selectivos, es la acumulación en el genoma de elementos nocivos que en épocas anteriores se iban eliminando, por defunción de sus portadores en edades tempranas, antes de que tuvieran oportunidad de reproducirse. A partir de aquí, nos hemos alejado definitivamente de la naturaleza y sus mecanismos de selección para ser un poco más dueños de nuestro propio destino como especie. Contra lo que creen pensadores merecedores de la máxima atención, al abandonar -aunque sea sólo en parte- a Darwin, estamos obligados en alguna medida a determinarnos (mejor dicho, nos alejamos de él porque nos determinarnos). Parece que a algunos filósofos especializados en ética les cueste tomar en consideración que volver atrás es ya imposible. Se trata de dilucidar cómo se avanza, no si lo imparable debería abstenerse de llegar.
Nada mejor para ilustrar el creciente desapego de la naturaleza y sus leyes que recurrir a las peregrinas ideas del naturalista Lamarcke. Creía ingenuamente este buen señor que a fuerza de remar les salieron a los patos membranas entre los dedos, y que a las jirafas se les alargó el cuello a base de estirarlo para comer las hojas más altas, novedades que luego transmitían a su descendencia, como si la experiencia de los individuos pudiera colarse en el código genético. Pues bien, a pesar de que Lamarcke murió en la indigencia in percatarse de la importancia de sus conclusiones, cuando son aplicadas a la cultura humana, lo cierto es que nuestra especie evoluciona cada vez más según el modelo de Lamarcke sin dejar de obedecer al de Darwin: a fuerza de observar, pensar y experimentar, modificamos nuestras condiciones de existencia mediante conocimientos que transmitimos mediante la memoria. Somos con toda probabilidad la única especie capaz de resistirse y contravenir los impulsos -deseos, erupciones de violencia, etcétera- de nuestra propia naturaleza, a partir de mecanismos introducidos en nuestras memorias, por medio de una adecuada educación, contradiciendo así diseños del código genético. Darwin propone y, en ocasiones y para los humanos, Lamarcke dispone. Popper apuntó la dirección en la que se movía el acervo cultural y su capacidad de transformación, y el biólogo Dawkins creó a partir de ahí su noción de memes o unidades de memoria transmisible. No podemos evitar el hecho de ser vehículos lamarckianos montados sobre chasis darwinianos lanzados por autopistas trazadas por el avance del conocimiento y sus aplicaciones. Conocimientos aportados por una comunidad, la científica, que carga a sabiendas con una enorme responsabilidad ética sobre asuntos sobre los que no entran la mayoría de filósofos tradicionales (la unanimidad con la que los biólogos han condenado la hipótesis de la clonación humana es buena prueba de su acierto ético).
El papel de los no científicos no debe consistir, naturalmente, en dejarse llevar como si tal cosa. Al contrario. Pero la mejor forma de participar en los debates suscitados por las novedades científicas y tecnológicas no consiste precisamente en aferrarse por principio a una naturaleza azarosa y a la vez determinista de cuyo seno, repito, nuestra especie se va apartando. En el artículo de Fernando Savater Vuelve la predestinación (EL PAÍS, 16 de febrero) se barajan dos cuestiones que tienen poco en común: la legitimidad del aborto como medida de elección del sexo; y la bondad o maldad intrínseca de la manipulación genética.
La primera, para mí menos interesante porque desde posiciones racionalistas hay poco que discutir, queda resuelta con la simple aplicación del argumento principal sobre el que se fundamentan la mayoría de posiciones favorables a la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo: el aborto es moralmente legítimo siempre que evite males mayores. Para los progenitores, y en especial la madre, o para el propio nasciturus. No cuesta mucho imaginar que la defensa que hizo la ministra holandesa del aborto selectivo en ciertas sociedades alejadas de la nuestra tiene por objeto evitar atrocidades como el asesinato posterior de las recién nacidas, ahogadas en la cuna por sus temerosas y acorraladas madres. ¿Cuál sería, en esta alternativa, la receta moral?.No estamos aquí ante el aborto como capricho, ni tampoco como ejercicio de libertad o responsabilidad, sino ante una horrorosa tragedia.
Nada tiene que ver con ella el segundo objeto del debate, sobre la limitación humana a la bestialidad del azar impuesto por la naturaleza. Si en alguna medida hemos empeorado el genoma ¿por qué negamos a mejorarlo? Y aunque no se hubiera empeorado, sufrimos tantos azotes por causas naturales que no parece fácil negar la posibilidad de irlos eliminando. Cuestiones de fe y trasnochadas reticencias anticientíficas aparte, la razón induce más bien a examinar los pros y contras de cada caso. Savater mismo admite la excepción de la enfermedad grave. Aunque, más que excepción, es el principio de lo que se avecina, bueno será desarrollarla. Por ahí se llega en seguida a admitir como positiva la selección de embriones de parejas con riesgo de transmitir graves dolencias genéticas. Después de la fecundación in vitro, se observan los zigotos y se implanta en el útero materno sano. Un paso más: identificado el gen de la fibrosis quística y desarrolladas las técnicas de ingeniería genética que permiten eliminarlo, ¿hay algún impedimento, moral, temores poco racionales aparte, para impedir aplicarlas antes de implantar el embrión? Aunque, hoy por hoy, son contados los casos en los que es posible intervenir en embriones humanos -además de ser cierto que la mayoría de enfermedades graves hereditarias se deben a la interactuación de varios genes-, no es descartable que, una vez concluida la cartografía del genoma humano, se esté en condiciones de eliminar un sinnúmero de dolencias graves o fatales, o la predisposición para adquirirlas del acervo génico. ¿Qué se perdería en tal caso? La esquizofrenia, el asma, la diabetes, el cáncer, etc.
El abanico de posibilidades no se cierra ahí. El tunecino Daniel Cohen, director del proyecto francés Genoma Humano, apunta, no sin infinitas precauciones, en dirección a la agresividad como ejemplo en negativo, y al incremento de la memoria, a la longevidad y la inmunidad de base genética en positivo. Por el momento, se para ante el abismo de la complejidad inherente a tales fenómenos, pero no se niega a abrir las puertas del debate sobre el gran tema: "trascender las propias fronteras biológicas". ¿O es que hay que aceptar en todos sus extremos la dictadura de la selección natural?
Vicente Verdú señalaba, en la edición del 20 de febrero, la localización de la base genética para el optimismo y la felicidad. No podía por menos que horrorizarse. También nos veía convertidos en máquinas predeterminadas. Vale esta actitud como primera reacción ante el abismo de lo desconocido, pero no como resultado de una fría reflexión posterior. En el futuro próximo vamos a enteramos de muchas más novedades de esta índole, que sin lugar a dudas cambiarán la percepción de la propia naturaleza del ser humano. Sería aconsejable que, siguiendo el ejemplo del científico y pensador español más universal de este siglo, Ramón y Cajal, descubridor de la individualidad de la neurona, fuéramos más allá de la cerrazón o del aspaviento sistemáticos.
Cuentan la mayoría de seres animados con un mecanismo fundamental de acción-evitación que está en la base de nuestro libre albedrío. Huir o atacar, huir o camuflarse, camuflarse o atacar para nosotros tomar decisiones, afrontar los problemas nuevos con herramientas mentales renovadas. A los patos no les salieron las membranas de tanto remar, sino por azarosa mutación y selección posterior. En cambio, las membranas del conocimiento y sus aplicaciones, que no son sólo producto aleatorio de la naturaleza sino del esfuerzo social y cultural humano, nos permiten remar a contracorriente de este ciego azar. La aventura humana no es más que una lucha para sufrir menos de lo programado por la aciaga predestinación natural. La mejora del genoma inherente a su conocimiento puede ser la culminación de este proceso. Una arma poderosa y peligrosa, sí, pero dotada de un asombroso potencial benefactor. Por eso, en lugar de anatemizarla imitando al avestruz, es preferible discernir cuidadosamente los efectos antes de dar cada paso.
Xavier Bru de Sala es periodista y escritor.
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