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LA LIDIA: FALLAS DE VALENCIA

El caso de la oreja peluda

La oreja es un caso digno de estudio. La afición a la oreja peluda que tienen los públicos deberían estudiarla sociólogos, psiquiatras y numismáticos. El público taurino ve una oreja peluda y se pone a cien. En justa correspondencia, no la ve, y se le llevan los demonios.El público fallero debió de aburrirse soberanamente -o esos síntomas daba- contemplando la soporífera lidia de la infumable novillada; pero en cuanto doblaba la res -cada res excepto una- saltaba de sus asientos, se ponía a gritar y agitaba la almohadilla, que es el procedimiento preferido del público fallero para pedir orejas.

No es que los valencianos le tengan especial ley a las almohadillas ni que carezcan de pañuelo en perfecto estado de revista, sino que las almohadillas de la plaza de Valencia son grandes, son blancas, agitadadas en el aire multiplican la petición orejil y constituyen, por tanto, un inestimable instrumento de persuasión. En la plaza de toros de Valencia, pide uno la oreja y parece que la pide toda la familia.

Ponce / Pacheco, Blázquez, Ramírez

Novillos de Enrique Ponce, inválidos y descastados.Carlos Pacheco: pinchazo y estocada (palmas y sale al tercio); pinchazo, estocada caída y descabello (petición, aplausos y saludos). Raúl Blázquez: estocada caída atravesada (petición y vuelta); estocada baja (oreja). Alberto Ramírez: estocada atravesada que asoma y descabello (aplausos y saludos); tres pinchazos, media atravesada, dos descabellos -aviso- y se echa el novillo (silencio). Plaza de Valencia, 10 de marzo. 4ª corrida fallera. Media entrada.

Con las entradas que se están produciendo en estas primeras corridas falleras -media plaza, de pago quizá un cuarto- las peticiones de oreja pueden considerarse unánimes. Y si los presidentes no las satisfacen, el público lo considera una ofensa a su voluntad soberana; un atropello a la tradición democrática de la fiesta.

A lo mejor tiene razón. A fin de cuentas si uno sólo va a los toros a ver una oreja, debería exigir que le devolvieran el importe del boleto si no ve ninguna. No ocurrió semejante desgracia en este festejo fallero: el público vio una. La obtuvo Raúl Blázquez, que es valenciano.

Caía la tarde, hacía un frío que pelaba y el trasteo que el torero de la tierra aplicó al novillo propiedad de otro torero de la tierra -Enrique Ponce, nada menos- apenas daba motivos para las manifestaciones jubilosas. Mustio el novillo, escasamente templado el torero, no se oía ni un olé. Hubo de cobrar la estocada -baja, por cierto- para que saltara el público de sus asientos, enarbolara la almohadilla y todo lo demás. Y la oreja cayó. Y todos respiramos tranquilos.

Mejores momentos tuvieron los matadores en otros pasajes de la función. Carlos Pacheco instrumentó de rodillas faroles -siete para recibir al novillo cuarto-, medias verónicas y ya, en turno de muleta, altos, ayudados y, por supuesto, afarolados. Hizo también quites, en uno combinó la chicuelina con la tijerilla y, ante la general sorpresa, Raúl Blázquez repitió a continuación la modalidad. Tenía sus razones Raúl Blázquez. El barroco quite posee raíces buijassotianas, fruto del genio creativo de Víctor Manuel Blázquez, hermano de Raúl Blázquez, que es hijo de Burjassot.

En el toreo que llaman fundamental, Pacheco corrió la mano por naturales al novillo berreón que abrió plaza, en tanto Blázque la corrió por redondos al segundo, y Alberto Ramírez imprimió torería a las tandas con la propia mano que ligó al tercero. La verdad es que los tres novillos eran unas monas y así cualquiera. Los tres restantes resultaron más creciditos y no por eso aumentó el interés.

Inválidos los seis y faltos de casta, ni presentaban pelea, ni ofrecían lucimiento. Pacheco bulló con el cuarto, Ramírez no pudo sacar' partido al sexto, y concluyó tristemente la función. Ir a ver orejas y conseguir sólo una, puede ser muy frustrante. A los aficionados a las orejas peludas no se les debería obligar a ir a los toros para verlas. Bien poco costaría ponerlas en un escaparate; acudirían allí y podrían solazarse en su contemplación. Emocionados, sin prisas, y sin costarles un duro.

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