De monstruos
Lo más notable, según Rosa Montero, de la oveja Dolly es el silencio que se ha articulado en torno al hecho de que se trata de una hija sin padre. Dada la tradicional envidia que, en opinión de la escritora, han mostrado los hombres a la facultad de parir, asegura que es de temer un recrudecimiento de la agresividad de ellos hacia ellas por culpa de esta práctica en la que el macho quedaría definitivamente separado de las tareas reproductivas. No sé. Las envidias y sus fatales consecuencias no deberían imponerse por decreto. Si uno creyera, por ejemplo, que la mujer está condenada a envidiar el pene del hombre, le atribuiría mecánicamente unos instintos castradores de los que muchas que uno conoce, la propia Rosa, carecen. Es el peligro de las generalizaciones.Personalmente me parece bien que los hijos clónicos no tengan padre, incluso me alegraría de que se les inhabilitara para tener cuñados, que es uno de los vínculos familiares más difíciles de sobrellevar. Pero no son estas carencias lo inquietante de Dolly. Lo que nos pone los pelos de punta es que se trata de una atracción de feria sin anormalidad aparente. He observado con detenimiento todas las fotos del animal y sé que es Dolly porque me lo dicen, pero la verdad es que podría ser cualquiera de nosotros.
Cuando uno observa un centauro espera encontrar una mezcla de hombre y de caballo. O de burro, si quieres: lo importante es que la aberración sea evidente. Pero cuando uno contempla un mamífero clónico y no es capaz de distinguirlo de aquellos con los que se cruza cada día, el desasosiego se dispara. Y es que los monstruos sirven para ver fuera lo que llevamos dentro. Nada, hay más pavoroso que la comprobación de que el forro y la funda son idénticos. Eso es, Rosa, lo que asusta de Dolly. Sin agresividad. Y sin envidia.
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