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Tribuna:TRAVESÍAS: ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Tribuna
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Tarde de laberintos

Antonio Muñoz Molina

Lo mejor de la vida sucede algunas veces en la concordancia de lo buscado y lo imprevisto. Es un hecho frecuente de la vida común, pero también de la investigación científica, de la literatura y del arte. Por eso decía Nietzsche que es preciso. estar siempre a la altura del azar. Buscando unos cuadros que al final no me gustaron nada, fui el lunes al Reina Sofía y encontré justo lo que no había buscado, y una suma de casualidades, tan rápidas como esos fogonazos que según los científicos transportan las pulsaciones de la sensación y del pensamiento a través del tejido cerebral, me llevó a mirar de otro modo el atardecer de Madrid, el color del cielo y el de los anuncios luminosos, a percibir de una manera más aguda ese sistema de desastre y de orden, de claridad y confusión, de que está hecha la vida en la ciudad'Lo que buscaba resultó no importarme: lo que no había esperado me hechizó. Sin previo aviso, sin esa cautela del acercamiento y la premeditación que tantas veces nos impiden ver de verdad lo que tenemos delante de los ojos, avancé por un corredor vacío y me encontré frente a un pequeño cuadro enmarcado en blanco un dibujo a lápiz de las olas del mar. No era un paisaje marítimo. No era eso que anticuadamente se llama una marina: no había horizonte, ni puntos de referencia, las copiosas olas dibujadas ocupaban todo el espacio del papel, y lo que atraía y hechizaba enseguida era esa apariencia de falta de de limitación y de propósito combinada con una voluntad imposible de exactitud. Cómo se puede dibujar lo que está siempre en movimiento, lo que por definición carece de márgenes y de forma, de quietud, de individualidad, un fragmento de la superficie del mar sin ninguna referencia exterior, sin un barco, ni un bañista, ni una línea de costa, ni una sugerencia de horizonte. Me acordé enseguida de ese pintor inventado por Onetti que recorre incansablemente una playa buscando una ola perfecta, una ola única, inconfundible con cualquier otra, una ola que tardará en desaparecer menos de un segundo, pero que él deberá atrapar y fijar en el instante máximo en que se alce sobre la orilla, coronada de espumas, a punto de desaparecer y de convertirse en nada, en tantas otras olas que nunca llegarán a parecérsele y que el pintor ya no tendrá la obligación de buscar.

En el Reina Sofía, mientras declinaba la tarde del lunes, yo era como ese pintor. Seguí avanzando por aquellas paredes, que siempre tienen algo de penitenciario y de clínico, y vi más fragmentos de mar dibujados a lápiz, cada uno dotado de una individualidad tan poderosa y tan absorbente como la de una cara, con una sugerencia perpetua de inmovilidad y de fuga, de mar sin límites, sin presencias humanas, sin otro, tiempo ni otros acontecimientos y azares que los de su propio dinamismo físico. Vi luego extensiones pedregosas de desierto tan inhabitadas e ilimitadas como las del mar, desiertos que de pronto se convertían en fragmentos minuciosos de paisaje lunar, divididos en hojas yuxtapuestas de cartografía, tenuemente sombreados de gris, como en las fotos de la Luna, como en las imágenes lunares que veíamos en los televisores en blanco y negro el verano de 1969. Miro las fechas: entonces fueron pintados estos fragmentos superficie lunar que acaso no deban ser llamados paisajes. Bajo una vitrina hay guijarros y fragmentos casuales de roca y de bronce que me recuerdan otra emoción de la misma especie, la que sentí al ver en el Museo de Historia Natural de Washington los trozos de rocas lunares traídos por los astronautas: blancos y grises como de cal y piedra pómez, de televisión en blanco y negro, de imágenes borrosas y, lentas, imperfectamente transmitidas por satélites primitivos; negruras definitivas de fondo del espacio como las que vieron entonces los astronautas, pobladas por una incandescencia de estrellas que desde la Tierra no se puede ver en toda su fantástica amplitud.

Estoy viendo la exposición de a pintora norteamericana Vija Celmins. Una autopista con luz nublada, de verano y coches y paisajes que se vuelven borrosos en la distancia adquiere un misterio que no es ajeno al de la quietud luminosa de Vermeer. Un ventilador pintado contra un fondo negro, una pequeña resistencia eléctrica que despide su claridad rojiza, se presentan delante de nuestra mirada con esa majestad de lo vulgar que tiene una vasija de barro en un bodegón de Zurbarán o de Sánchez Cotán. La pintura al óleo accede al despojamiento de imitar el dibujo, la fotografía de periódico, del noticiario en blanco y negro, la textura lisa del papel. Mirar con atención lo más banal da la misma sensación de infinitud y de vértigo que alzar la cabeza una noche de verano hasta que duele el cuello y quedarse mirando las constelaciones.

Salgo de esos laberintos de Vija Celmins y tan sólo unos pasos más allá encuentro los de Vicente Rojo, y por contraste con el ascetismo visual de los primeros, los laberintos de Rojo hieren la mirada con más vehemencia, su gozo de tintas y de guaches sobre papel, su colosal retablo barroco y geométrico que él ha llamado Gran escenario primitivo, y que es como una suma de toda su pintura, de todas sus visiones de ciudades, de torrentes de lluvia de manchas de color y superficies ásperas como de muros gastados por la -intemperie, sucios de carteles su perpuestos y rotos. Los laberintos y las cuadrículas de Vicente Rojo me traen a la memoria las delicadas invenciones poéticas de Paul Klee y me hacen buscar en otra sala del museo la concordancia con una de las más pudo rosas maravillas que se encuentran en él, esa tabla de Torres García donde el mundo está tan resumido como en un jeroglífico egipcio, con manos, pájaros, ojos, cuadrículas de laberinto y de juego de la oca, palabras, signos, incisiones. Salgo a la calle ya de noche, mareado de laberintos, feliz, perdiéndome en las cuadrículas de la ciudad, conmovido por un azul último en el cielo, por el rojo de un letrero luminoso, por los dibujos geomé tricos que veo de pasada en el escaparaie de una tienda de muebles y tejidos de Asia, por las huellas multiplicadas de las palomas sobre la arena de un parque. Mis ojos miran con más agudeza porque también estoy mirando con los ojos de Vija Celmins, de Vicente Rojo, de Joaquín Torres García. Gracias al azar de esos tres nombres, el anochecer dramático y vulgar del lunes se me convierte en un acontecimiento me morable.

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