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Ruído de soledad

Juan Cruz

A Carlos Gurméndez, en memoria

Se murió Bohumil Hrabal. "Me gusta ir a las tabernas; en ellas me siento como en casa. A menudo la taberna es mi soledad demasiado ruidosa; en medio de las conversaciones de la gente puedo estar en silencio, melancólico, soñador. Puedo hablar conmigo mismo, puedo retomar el largo monólogo interior que mantengo desde toda la vida". "Para mí, la calle y el ambiente popular de Praga lo son todo, es lo que me inspira. Y si no me llega de manera natural, gratuita, me compro este ambiente tomando unas cuantas cervezas". Cerveza y suicidio. Por la mañana, suicidio; por la tarde, cervezas: resumía así Hrabal la espesa melancolía de sus días, la depresión y el despojo, el olvido de sí mismo, la esperanza truncada, la nada posterior a la nada, la pared sin espejos del día oscuro del alma. Los escritores hablan de nosotros, de todos nosotros, cuando hablan de verdad del poso de su alma. ¿Por qué ha de ser tan doloroso vivir? Escribía Vallejo acerca del albañil que salía a la calle, expuesto a llegar a cualquier parte, y sin embargo la vida le pone en medio de un accidente fatal y ya no almuerza. Gente feliz sin lágrimas que de pronto asiste a la disolución de su alegría. Bohumil Hrabal hablaba de esa gente, hablaba de nosotros, de nuestra ruidosa soledad.

Un poeta, José Luis Pernas, escribió: "Comprendo entonces que es necesario buscarse una esperanza para seguir, viviendo". ¿Dónde está la esperanza? Caminamos solos, por la playa, y de pronto los recuerdos hablan y el pasado devuelve como si fuera el aire del viento todo lo que ha ocurrido hasta ahora.

La enfermedad al fondo de toda esta apariencia de salud. Hace cuatro años, en Salamanca, Iris Murdoch, la novelista inglesa que apareció en nuestras vidas de lectores españoles cuando surgieron los jóvenes airados y cuando todo el mundo parecía escribir en nuestro idioma, era una mujer robusta y enérgica, en la plenitud de su vida y también de su amor por la vida y por la literatura. Ahora no tiene memoria ni para sus obras. Su marido, el profesor John Bailey, lo ha contado esta semana en el periódico londinense The Daily Telegraph: aquella mujer es ahora una anciana de 77 años que, según la periodista que estuvo con ella, parece más joven, excepto cuando habla: busca con dificultad las palabras, se refiere con la debilidad del olvido a lo último que le ocurrió y no está segura de poder escribir algo más que balbuceos. La vence el Alzheimer, temible plaga agazapada en los recovecos equívocos de la memoria: no recordar nada, y sin embargo no recordar que se puede recordar. Sufrimiento ignorado, mirada sin esperanza de los otros. Esa evidencia, que relata Bailey con la nobleza aparentemente distante con la que los británicos describen los dramas, es la que quizá mantiene esa apariencia juvenil, despreocupada, de Iris Murdoch, quien además "no parece deprimida o triste. Normalmente", dice el marido, "parece ligeramente divertida". Terrible consecuencia a la que llega Bailey: es natural, porque "no se echa de menos lo que no se conoce". El marido habla desde la perplejidad y desde el cariño, que cuando se juntan en casos así producen en los otros la ternura y el desvalimiento: qué hacer. Tengo amigos que han perdido sus facultades, vi cerca de mí seres muy queridos heridos para siempre, con la mirada desvaída y rota, como si quisieran alcanzar sin fuerzas la mano que ya no les podía salvar.

Y en esa mirada doblemente herida, ausente y perpleja, ve uno siempre su propia soledad, el porvenir de este ruido que es la vida y que nos acompaña hasta que uno entra en otros ruidos y entonces la soledad nos explica la razón profunda de la melancolía y, también, de la necesidad de seguir aspirando a tener una esperanza para seguir viviendo. Mientras tanto, aceptemos aquellas dos cañas a las que nos invitaba, en un monólogo reciente en esta misma sección, un anónimo cuyo nombre hoy me permito revelar: quien hablaba aquí (Un par de cañas, 25 de enero de 1997) de la espesura moral que vive España no era este cronista, sino el poeta Julio Llamazares. Que conste.

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