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De utopía a violencia

Antonio Elorza

A muchos les pudo causar sorpresa. No sólo por la desfachatez que supone celebrar una manifestación para legitimar el secuestro de un ciudadano, sino por el contenido de los gritos y de las consignas lanzados, en los que eran denunciados los capitalistas de Euskadi en su calidad de opresores e incluso asesinos de los obreros. Para sus promotores, la convocatoria de Herri Batasuna contra Delclaux vendría a demostrar el sesgo izquierdista del nacionalismo radical, su adhesión a la lucha de clases e incluso la solidaridad con un proletariado como el vasco duramente afectado por la crisis.La realidad es bien diferente. Lo que prueban las lamentables manifestaciones de Getxo y de Llodio es, de un lado, la continuidad observable entre los planteamientos actuales de ETA-HB y los del nacionalismo sabiniano del primer cuarto de siglo, y, de otro, la puesta en juego recurrente de los mecanismos de captación propios del discurso fascista. Sin desechar que muchos seguidores de HB puedan abrigar en sus mentes un sueño albanés -Nicaragua se ha desvanecido-, conviene destacar que la denuncia del capitalismo vascoespañol como antinacionalista y antiobrero tiene sus orígenes en la propia obra de Sabino Arana y se despliega por entero hacia 1920 por los defensores de "la pureza doctrinal" instaurada por el fundador. El propósito no es en modo alguno adoptar la defensa de los trabajadores, sino, como hicieran tantas veces en el siglo los totalitarismos, asumir un revestimiento anticapitalista para encubrir los auténticos objetivos de la acción. Cabe así dibujar la utopía populista de una sociedad vasca libre de los conflictos derivados de la industrialización y, consecuentemente, capaz de recuperar los valores armónicos propios de su esencia, antes racial, ahora patriótica militante. Y, a partir de ahí, mostrarse dispuesto a ejercer sin límite la violencia contra los adversarios de semejante proyecto. Afirmar que una limpia de empresarios traerá la felicidad vasca es poco presentable; condenarles primero por opresores y traidores a la patria arregla la cara al asunto, aunque el fondo siga siendo igualmente siniestro.

Entretanto, es alimentada la espiral de la violencia. A este paso, los atentados terroristas van a desempeñar un papel complementario del núcleo de la violencia que actúa en Euskadi con creciente intensidad contra quienes defienden la democracia. El sistema ETA se desliza desde sus orígenes próximos al IRA hacia una especie de Ku-Klux-Klan de base juvenil. El papel emblemático del fuego como componente inevitable de las acciones subraya esa transformación. Se queman autobuses, cabinas telefónicas, automóviles con matrícula francesa o de ertzainas, y, últimamente, libros progresistas. El asalto a Lagun, una institución emblemática, con la subsiguiente pira de libros, caracteriza mejor que cualquier definición al movimiento forjado en torno a ETA. Constituye también una afirmación inequívoca, en la mejor tradición nacionalsocialista, de que esta minoría activa no está dispuesta a tolerar la visibilidad en la sociedad vasca de ningún signo alternativo a su monopolio de la calle, siempre que tenga fuerzas para poner en práctica su violencia. Y no es difícil prever lo que puede ocurrir en el futuro si el proceso no se frena mediante la protección de la libertad individual amenazada. De los golpes se irá al linchamiento. Triunfará la intimidación, y con ella una escalada imprevisible, hasta un punto en que de poco servirá recordar que la opción política de tales individuos cuenta sólo con un 10% de votos en la ciudad donde ejercen sus tropelías. No es cuestión de responder a la violencia con la violencia, sino de desplegar una protección policial y judicial, hasta hoy de todo punto insuficiente.

Son derivas que hay que evitar. La historia del siglo abunda, por desgracia, en experiencias en las cuales la imposición por parte de una minoría armada de su proyecto político a toda una sociedad desemboca en una situación de despotismo, cuando no en una auténtica catástrofe. El voluntarismo sustituye a la racionalidad, la democracia y el pluralismo son eliminados, y al fin toda la sociedad se convierte en juguete trágico de la utopía, igualitaria o populista, de esa minoría de redentores. Es un tema que admite mal las frivolidades o los fuegos de artificio retóricos -como en un reciente artículo en estas páginas sobre Castro-, porque no estamos tratando con una historia de héroes románticos, quijotes entregados a sus sueños de justicia, sino con el hambre y, en ocasiones, la muerte de pueblos enteros. El caso del castrismo resulta particularmente representativo, porque el desastre siguió a un hermoso propósito de emancipar y transformar positivamente la vida de Cuba. Pero la lógica de la guerra y del aplastamiento del adversario acabó cerrando toda salida al ensayo una vez fracasado éste en el plano económico.

Existen, sin duda, muestras más trágicas del mismo fenómeno. En estos momentos se acerca quizá el fin del más cargado de horrores: la lucha armada de los jemeres rojos en Camboya. Atrás quedan tres décadas de guerra civil y, sobre todo, la mayor densidad de horrores que conoce un siglo rico en barbarie, con un camboyano de cada ocho asesinado en los 45 meses que duró el Gobierno de Pol Pot (1975-1979). Lo importante es que no fue un acceso de locura, sino la puesta en práctica desde una minoría armada del diseño de cubrir, en términos maoístas, la página en blanco que para ellos era la sociedad camboyana. Con el respaldo de una doble idealización del pasado nacional (el imperio jemer y el mundo agrario), la meta del vuelco igualitario recogida de la revolución cultural maoista, la carga de xenofobia antivietnamita y, sobre todo, una lógica de exterminio frente a todo aquel que no coincidiera con el sistema de valores de Angkar (la organización, el partido), puesta en práctica implacablemente. Con estos datos, el balance de muerte estaba asegurado.

La acción militar como núcleo de la política, la legitimación desde una perspectiva utópica aparentemente cargada de valores humanos, la sustitución del sujeto de la acción (en la forma colectivo, en realidad una minoría que monopoliza el poder), el desprecio a la mayoría (por consiguiente, también a la democracia) y la centralidad de la noción de enemigo. Desde ángulos culturales y geográficos muy distantes entre sí son elementos que coinciden a lo largo del siglo en movimientos de contenido ideológico asimismo dispar. En todos los casos, al otro lado de la violencia desplegada en el presente, demasiado real, se perfila desde la ideología un paraíso que justifica aquélla. Y en todos los casos también, dualismo montado sobre el dualismo, no han faltado individuos e incluso instituciones que desde la democracia eludieron afrontar tales procesos en nombre de la existencia de una contradicción superior. Es así como. el antisovietismo reunió en los años setenta a los auténticos revolucionarios, peregrinos deslumbrados por la China de la revolución cultural, con los servidores de los intereses norteamericanos, hasta el punto de que fue la Embajada de EE, UU en Bangkok la que defendió y difundió la obra del vencido Pol Pot. O como, en el tema vasco, la designación de lo español en calidad de adversario principal ha permitido desde horizontes nacionalistas democráticos la persistencia de la- visión de Euskal Herria en que se apoya la mentalidad violenta. En realidad, es ahí, en el sistema de relaciones exteriores, en las oscilaciones de permisividad y trivialización, donde se ha jugado y se juega la suerte de estas formas de moderna barbarie cuyo ascenso, tomando la expresión de Brecht, es y debe ser resistible antes de que se consoliden como hegemónicas.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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