El Cementerio de los Ingleses
En la desprotegida ladera norte del monte Urgull de San Sebastián, enfrentada con las mareas vivas del Cantábrico, el Cementerio de los Ingleses conserva los restos mortales de algunos oficiales y soldados de la Legión Auxiliar Británica caídos en suelo guipuzcoano durante la primera guerra carlista. Esa unidad de voluntarios, enviada a España en 1835 al mando el general George Lacy Evans (un veterano de las guerras napoleónicas que había combatido en Waterloo) en ayuda del Gobierno amenazado por la sublevación del pretendiente, se batió con bravura en marzo de 1837 contra las tropas del infante don Sebastián en el cerro de Oriamendi; según una leyenda, la música del célebre himno que lleva el nombre de esa batalla, ganada por los carlistas, procede de una partitura encontrada en la mochila de un británico fallecido en la pelea. Cercana al monumento erigido en ese bello cementerio marino como homenaje a "los héroes que sólo Dios conoce" se halla también la tumba del mariscal de campo español Manuel Gurrea, un héroe de la batalla de Luchana y amigo de Espartero muerto en los campos de Andoain el 29 de mayo de 1837.La sublevación de 1833 de los partidarios de don Carlos María Isidro en defensa de la legitimidad dinástica, el régimen absolutista y el altar frente a la Reina Gobernadora fue el origen de la primera guerra civil librada entre españoles (entre vascos, en particular). Después de la segunda y la tercera carlistadas, que pretendieron sentar en el trono al conde de Montemolín y al duque de Madrid respectivamente, el decisivo papel jugado por los requetés navarros y vascos en la sublevación de 1936 otorgó a nuestra última contienda fratricida los aires de una cuarta guerra carlista. Por lo demás, la Legión Auxiliar Británica no sería la primera fuerza extranjera voluntaria que acudió a España para luchar por la libertad y el régimen legalmente constituido. La reciente visita de los octogenarios supervivientes de las Brigadas Internacionales, tan gélidamente acogidos por el Gobierno y las demás autoridades del PP, ha servido para recordar la generosa contribución a la defensa de la República realizada por 50.000 voluntarios procedentes de Estados Unidos, América Latina y Europa, miles de los cuales yacen para siempre en nuestro suelo.
Pero será difícil que los muertos del Cementerio de los Ingleses donostiarra descansen en paz mientras los vascos no resuelvan unos conflictos internos cuyas raíces se remontan al siglo XIX; la reticente respuesta del lehendakari Ardanza a la petición de una veintena de profesores de universidad, escritores y profesionales preocupados por la violencia callejera en el País Vasco (de la que constituyen una significativa muestra las agresiones a la librería Lagun de San Sebastián) quedó agravada por la destemplada nota del PNV y las ofensivas réplicas del diputado Iñaki Anasagasti y del presidente del PNV sobre el lugar de residencia, las amistades personales, el pasado político y los puestos de trabajo de los firmantes. De esas suspicaces reacciones cabría inferir que los vascos situados al margen de la ideología de los partidos nacionalistas no son vascos propiamente dichos para algunos dirigentes del PNV
No es una doctrina nueva: bajo el franquismo, los nacionales triunfadores en la contienda no consideraban a los derrotados defensores de la Segunda República verdaderos españoles o les expulsaban incluso a las tinieblas exteriores de una satanizada Anti-España rojo-separatista. Y si durante la dictadura María Teresa Castells y José Ramón Recalde (propietarios de la librería Lagun) fueron a la cárcel por ese motivo, no faltan ahora quienes intentan colocarles la estrella amarilla de anti-vascos, pese a que Recalde haya sido durante ocho años consejero de un Gobierno presidido por el lehendakari Ardanza.
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