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Tribuna:TRAVESÍAS: ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Tribuna
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La buena memoria

Antonio Muñoz Molina

Vive uno atesorando los recuerdos de otros, queriendo dilatarse la vida en direcciones del espacio y del tiempo que sólo a través de otros se le vuelven accesibles. Es como un instinto que se tiene o que no se tiene, que ya nos fatiga en la infancia, cuando queríamos saber a dónde llevan los caminos que las órdenes de los adultos y nuestro mismo miedo nos prohíben o cuando descubrimos que hubo un tiempo anterior a nuestro nacimiento, una edad remota en la que nuestros padres, desleales a nosotros, vivían sin echarnos de menos y sin saber que llegaríamos a existir. No podemos ir a todos los lugares que quisiéramos conocer, pero la limitación de nuestra experiencia en el tiempo es mucho más Severa: está uno encerrado en su mezquina temporalidad como en una provincia de la que no hay modo de salir, a la que es preciso resignarse igual que a un triste porvenir municipal de monotonía y trienios. Encerrado en su cápsula local, el viajero instintivo sueña con ciudades y mira de soslayo, en su camino diario hacia las obligaciones, las grandes fotografías en color en los escaparates de las agencias de viajes.Quiero que me cuenten lo que mis ojos no han podido ver, y algunas veces, escuchando a un testigo el relato de algo que él sí presenció, tengo la sensación de que no sólo me transmite palabras, sino algo más tangible y valioso, como un objeto salvado por el que yo podré guardar y que alguna vez transmitiré a otros. De un viaje al sur de los Estados Unidos mis amigos Teresa y Manuel me trajeron elrelato de cómo era la casa de William Faulkner en Oxford, Mississippi, pero también dos hojas del magnolio que el mismo Faulkner plantó hace tal vez más de medio siglo. La superficie dura y lisa de las hojas, el color de bronce que han ido adquiriendo al secarse, son esa prueba material que se exige a los viajeros para que demuestren que de verdad han estado en las improbables latitudes de donde dicen venir.

Hace unos días, conversando con Tomás Llorens, obtuve de sus palabras un regalo igual de exacto que las hojas del magnolio de Faulkner. En este caso, una estrella amarilla, que sin embargo no pude tocar, porque está sólo en sus recuerdos de infancia. En 1942, cuando tenía, seis años, sus padres lo enviaron a vivir a París, con unos tíos que regentaban en el mercado de Les Halles un negocio de exportación de naranjas. En el París de la ocupación, con esa capacidad y la mirada infantil para captar vívidamente los detalles inexplicables de las cosas, Tomás Llorens vio que algunos hombres y mujeres no eran del todo como los demás porque llevaban cosida al abrigo una estrella amarilla. Me parece que puedo ver lo que él vio mirando el retrato que se hizo a sí mismo en 1943 el pintor Félix Nussbaum: un hombre flaco, de sienes y pómulos prominentes, de ojos grandes y aterrados, sin afeitar, con sombrero, con -las solapas del abrigo subidas y la infame estrella amarilla en el pecho, mostrando al espectador, que se convierte automáticamente en policía, un documento de identidad en el que la palabra judío está impresa en grandes letras rojas.

Pero aunque le gusten a uno tanto las fotografías, los cuadros y los libros de memoria, nada tiene la fuerza ni la capacidad de invocación que despiertan las palabras escuchadas. Una vez yo conocí a un superviviente español del campo de Mautchausen, pero ha pasado tanto tiempo que ya sólo me acuerdo del acento ligeramente extranjero de su voz y del modo en que sostenía. su vaso de vino, tan sólo con el pulgar y el índice, porque los otros dedos se los había cortado de un culatazo de fusil un guardián del campo. Ahora a quien estoy siempre pidiéndole que me cuente cosas es a Francisco Ayala, y como ha vivido tanto y ha estado en tantos sitios y conocido a tanta gente yo nunca me canso de escucharlo. Si es un privilegio ver a través de las palabras de un testigo lo que han visto sus ojos, yo no creo que haya ahora mismo muchas miradas semejantes a la de Francisco Ayala, tan reservado y afable bajo las ce-jas blancas como la sonrisa escéptica debajo del bigote. Porque no se trata sólo de haber visto las cosas, sino de haberlas mirado y saber acordarse y dar cuenta de ellas con serenidad y claridad, como si hubieran ocurrido ayer mismo y a la vez ya las hubiera depurado el paso necesario del tiempo.

En un país de tan mala memoria y de tan malos libros de memorias, los Recuerdos y olvidos de Francisco Ayala tienen la dignidad solitaria de lo bien hecho y de lo irrepetible, porque son, justamente, un ejercicio de buena memoria, de contar lo que se ha vivido y lo que se ha visto no para darse el lujo triste de la nostalgia o el gusto siniestro de la venganza póstuma, sino para convertir el recuerdo en una forma de conocimiento, en una depuración del pasado personal y civil. Pero a mí, que he leído tanto ese libro y he aprendido tanto de él, lo que me gusta de verdad es oír a Ayala, que habla con la misma mesurada precisión con que escribe, pero que además tiene en la voz huellas de acentos que son como las adherencias que le han ido dejando los lejanos lugares por los que a lo largo de 90 años ha pasado su vida: el acento granadino de su infancia y de su primera adolescencia, un deje de Buenos Aires o de Puerto Rico, el español exacto y ligeramente arcaico de quien pasó mucho tiempo sumergido en otros idiomas.

Francisco Ayala me cuenta un viaje al sombrío Berlín de 1934, cuando le despertaban por la noche los taconazos de desfiles nazis a la luz de las antorchas, o una visita a Federico García Lorca en una pensión modesta y limpia de la calle Libertad, en la que había un piano. Pero no todo es oírle hablar del pasado: a la luz de su buena memoria, de su categoría de testigo, Francisco Ayala mira las barbaridades y las sinrazones, la densa estupidez política de la España de ahora mismo, y sólo entonces parece que llega a vencerlo la melancolía. Lo veo ir solo por la calle, frágil y recto, despacio, atento a todo, contemporáneo estricto de todo lo que percibe su mirada de 90 años, y pienso con gratitud que su amistad me ensancha la vida.

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