La protesta de Andalucía y Extremadura
El anuncio de que las mayorías de izquierda de Andalucía y de Extremadura van a presentar un recurso de inconstitucionalidad contra el nuevo sistema de financiación autonómica pactado entre el PP y CiU es un tema muy serio, y, desde luego, más serio que las críticas de bajo techo y de regate corto lanzadas por los portavoces del PP y de CiU. Si la reacción de estas dos formaciones consiste en acusar al PSOE y al propio Felipe González de montar una conspiración con fines inconfesables es que o no han entendido nada o les pierde la inmediatez.Al parecer, no han entendido que se está produciendo un cambio sustancial en nuestro sistema político, que las autonomías se han consolidado en los últimos quince años y que a medida que el poder central pierde peso y las autonomías lo ganan los poderes regionales son un factor cada vez más decisivo de una política española que tiene sus pros y sus contras, sus certezas y sus interrogantes, pero que ya no se puede reducir a lo que ocurre en el centro o en las cúpulas de los partidos.
Hasta 1993, el hecho no era tan palpable porque la España democrática sólo había tenido dos experiencias de gobernabilidad: la de UCD en la fase inicial, en la que el consenso equilibraba la falta de mayoría suficiente de esta formación, y la del PSOE, que se basaba en la mayoría absoluta. Pero cuando el PSOE perdió esta mayoría en las elecciones de 1993 y tuvo que formar mayoría parlamentaria con una formación que gobernaba una autonomía, la de Cataluña, pero no representaba a ninguna otra parte de la España autonómica, surgieron las primeras contradicciones.
Dentro del propio PSOE, por ejemplo, hubo diferentes percepciones de la conveniencia y la utilidad de un nuevo sistema de financiación basado en una mayor corresponsabilidad fiscal de las comunidades autónomas. Mientras los socialistas catalanes del PSC éramos partidarios de dicha corresponsabilidad y los socialistas de otras zonas compartían esta posición, otros la veían con muchas reticencias y algunos simplemente no estaban de acuerdo. Lo mismo ocurría en el interior del PP. Y en uno y otro caso la línea divisoria no era estrictamente ideológica, sino territorial, porque cada uno veía el problema en función de las necesidades y las posibilidades de su propio ámbito de acción, es decir, de su propia comunidad autónoma. Por esto, cuando el Gobierno del PSOE tomó la iniciativa de traspasar a las comunidades autónomas el 15% del IRPF como primer paso hacia la corresponsabilidad fiscal, hubo reacciones favorables y otras contrarias tanto dentro del propio PSOE como dentro del PP y de otras fuerzas. El rechazo a la iniciativa fue especialmente claro y rotundo en Extremadura, gobernada por el PSOE, y en Galicia y Castilla y León, gobernadas por el PP.
Si aquel primer paso hacia la corresponsabilidad fiscal se convirtió en un problema fue, en primer lugar, porque no estaba del todo claro que asegurase de entrada los mismos resultados favorables en todas las comunidades autónomas y, en segundo lugar, porque el Gobierno del PSOE tenía que apoyarse en CiU para tener mayoría parlamentaria y CiU sólo representaba a una parte del país, no a todo. Era fácil llegar a la conclusión de que CiU había dado su apoyo a la iniciativa porque creía que favorecía a Cataluña y se desentendía del resto. La consecuencia de todo ello era, por consiguiente, que una reforma fiscal de aquellas dimensiones sólo podía progresar si se negociaba con todas las autonomías, si todas estaban de acuerdo en los mecanismos de compensación para las menos favorecidas y si se comprobaba que no iba a acentuar las diferencias de recursos y de oportunidades entre unas y otras.
Pues bien, esto es lo que el PP ignoró después de las elecciones de marzo de 1996, cuando se encontró con que dependía no sólo de los votos de CiU, sino también de los del PNV y Coalición Canaria. En un espectacular viraje, acosado por la necesidad de contar inmediatamente con una mayoría parlamentaria, pactó con CiU un nuevo sistema de financiación autonómica sin consultar con ninguna otra comunidad autónoma y pagó el precio que le exigían por sus votos el PNV y Coalición Canaria sin tener en cuenta para nada los intereses y las expectativas de las demás fuerzas y de las demás comunidades autónomas. Por esto, las primeras protestas estallaron no sólo en las tres comunidades gobernadas por los socialistas, sino también en muchas de las gobernadas por el propio PP.
El resultado es que se ha puesto en marcha un nuevo modelo de financiación autonómica que va a tener consecuencias muy importantes sin ninguna previsión general de futuro, sin negociarlo previamente con todas las autonomías, sin tener en cuenta ni siquiera sus repercusiones inmediatas y sin cuantificar sus resultados. Nadie sabe hasta ahora cuánto va a costar ni qué consecuencias generales va a tener en el conjunto de nuestro sistema de financiación pública.
Si las comunidades autónomas gobernadas por el PP han aceptado la propuesta no es porque estén todas de acuerdo. Unas creen que les puede favorecer y otras han dicho que sí por mera disciplina coyuntural. A los que protestaban se les ha dicho que pocas bromas, que la mayoría parlamentaria es precaria y que hay que aguantar. Pero cuando el vaso se colmó en el debate sobre los Presupuestos de 1997 con la cesión nocturna de impuestos especiales al País Vasco no sólo protestaron los socialistas, sino también CiU y los dirigentes del PP de diversas comunidades autónomas, especialmente las más próximas al País Vasco. Y ahora mismo, cuando en Extremadura la mayoría de izquierdas -no sólo el PSOE- ha decidido presentar el recurso, los representantes del PP no han votado en contra, sino que se han abstenido.
En definitiva, lo que hay es una reacción desigual y desordenada ante una medida de grandes consecuencias que se tomó también de manera desigual y desordenada, sin prever sus efectos generales ni discutir sus pormenores, cambiando de programa en una noche y pactando sólo con una formación minoritaria. Por eso, en el fondo de la discusión hay un problema de gran alcance, que es el de la relación entre el poder central y los poderes autonómicos y los locales en un país que a trancas y barrancas ha pasado de un modelo centralista a ultranza a un modelo cuasi federal formado por entidades de-
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siguales con intereses no siempre idénticos.
Gobernar un país federal o cuasi federal de estas dimensione, con un pasado reciente tan centralista y tan complicado, exige que los tres niveles de poder -el central, el autonómico y el municipal- sean sólidos, que no se refuercen unos en detrimento de los otros y que tengan todos una gran capacidad de negociación, de pacto y de consenso sobre los problemas básicos. Exige también unas fuerzas políticas capaces de negociar los grandes temas en beneficio del conjunto. Y exige que ningún sector político o territorial pueda determinar por sí solo, sobre todo si es minoritario, lo que deben hacer y aceptar los demás sin el acuerdo de éstos. Todos los sistemas descentralizados que funcionan se basan en la negociación y el pacto como elemento esencial en la toma de las grandes decisiones. Cuando uno impone unilateralmente una medida que afecta a otro sin su acuerdo y no le deja más margen de maniobra que la protesta, el sistema se puede paralizar. Éste es el tema de fondo actual, y no la ridícula utilización de las tensiones para atacar al adversario y buscar tres o cinco pies al gato como han hecho últimamente algunos dirigentes del PP y de CiU. No se puede poner a otras fuerzas en el disparadero y acusarlas luego de que se disparen. En definitiva, las mayorías de izquierda de Andalucía y Extremadura han protestado, no se les ha hecho caso, y ahora protestan de otra manera para que se les oiga.
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