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Tribuna
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Cuidado con los papeles

Juan José Millás

Hace poco, en la esquina de Valverde con Gran Vía, un hombre calificado de muerto por el Samur abrió los ojos y se movió al serle retirada la manta por el juez que levantaba su cadáver.Hasta aquí, un suceso curioso, algo macabro, relatado con precisión en estas páginas por Vicente G. Olaya. Lo sorprendente empieza cuando el Samur se explica: "Tenemos la cinta de papel (del monitor) que demuestra que estaba muerto cuando fue dejado en la calle". Nos recuerda aquella otra frase de José Luis Coll en una discusión televisada sobre su estatura: "Tengo en casa un certificado médico que dice que mido 1,90, y no querrá saber usted más que un médico".

Los papeles mienten mucho. Fíjense en Guillermo Quintana, catedrático de nuestra Complutense: posee documentos, títulos, diplomas, prólogos, que le acreditan como profesor universitario. Si se lo propusiera, podría obtener incluso una fe de vida en el ministerio correspondiente.

Sin embargo, él y sus textos despiden un olor a podredumbre sepulcral que echa para atrás. Lo que pasa es que en este país no te pueden dar el certificado de defunción académico por el simple hecho de estar fermentado, así que el profesor Quintana se presentaba todos los días de corpore insepulto en la universidad e impartía clases como si él y sus conocimientos científicos estuvieran más frescos que un pescado. Parece imposible que la jerarquía no advirtiera el mal olor, pero es que el hombre tenía los papeles en regla, igual que José Luis Coll y los del Samur, y podía demostrar desde su estatura mental y su putrefacción que estaba vivo.

Es lo que sucedió con Al Capone cuando fue nombrado doctor honoris causa también por la Complutense. Todo el mundo sabía de quién se trataba: no había más que verle la gomina y la hechura del traje, pero su documentación era implacable, así que Villapalos, a la sazón rector, no tuvo más remedio que convocar a las altas magistraturas del Estado para extenderle públicamente el diploma y otorgarle la gorra. En cuanto a las altas magistraturas, hay que decir que viven del papel del Estado y no tienen más remedio que creer en las pólizas y en los certificados de buena conducta expedidos por sí mismas. No es que no se percataran. En fin.

Uno no sabe qué habría pasado en Harvard, pongamos por caso, si en un periodo tan corto de su historia hubiera acogido en su seno a un gánster y hubiera dado a luz a un Quintana. La ventaja de carecer de prestigio es que no te lo pueden arrebatar; una cosa por otra. En cualquier caso, se demuestra una vez más que cada uno es víctima de sus verdades. Esperanza Aguirre, por ejemplo, ha dicho que está asombrada por las declaraciones del catedrático séptico, "pero en nuestro país existe libertad de cátedra". La ministra pone en una balanza el horror que le produce Quintana frente a la libertad de cátedra y sale ganando la libertad, incluso el libertinaje. No sabe uno de qué le han servido tantos años de monjas si al final no ha aprendido a distinguir dos conceptos tan claros. El propio Quintana, o Quintanaje, está haciendo, para defenderse, un juego de palabras de la misma familia con los términos persona y personalidad. Pero nuestra ministra no se entera. Es un problema, de nuevo, de papeles, de etiquetas, y la etiqueta "libertad de cátedra", como la del "50% de poliéster", va a misa (de doce).

Lo malo es que Guillermo Quintana tiene 63 años y ha sido catedrático de ética (¡de ética!) en varios institutos de enseñanza media antes de llegar, a base de currículo y publicaciones prolongadas, a la Facultad de Educación de la Complutense. Así que no sabemos cuántos cadáveres adolescentes puede guardar en su jardín de los horrores académicos. Da miedo remover, como en el caso belga; casi mejor dejarlo.

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Lo que estaría bien es que aprendiéramos a fiarnos menos de los papeles, o del monitor, y más del olfato, sobre todo para no dar certificados de defunción a los vivos ni diplomas de aptitud académica a los muertos.

Vale.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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