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LA CRISIS DE LA EMBAJADA

Perú y Japón discrepan sobre como zanjar la crisis

El fin del asalto a la Embajada de Japón en Lima podría verse obstaculizado por la falta de acuerdo entre el Gobierno japonés, que aboga por la seguridad de los secuestrados, y la negativa del presidente peruano, Alberto Fujimori a ceder al chantaje del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru. Estas discrepancias añaden complejidad a una crisis que se ha convertido en el mayor reto para la diplomacia japonesa desde la II Guerra Mundial.

Horas después de que el portavoz del Ejecutivo japonés, Seiroku Kajiyama, reiterara que Japón ostenta la soberanía sobre la legación diplomática y que la integridad de los rehenes era su único objetivo, Tokio confirmaba ante la prensa nacional que Fujimori descarta la posibilidad de atender a las peticiones de la guerrilla. Además del desacuerdo, la falta de diálogo parece agravar el alejamiento entre ambos Gobiernos: Lima decidió el corte del suministro eléctrico en la residencia del embajador sin consultar ni informar a las autoridades japonesas. Portavoces del Gabinete nipón mostraron su sorpresa ante la estrategia de desgaste iniciada por Fujimorí, que ha empeorado la situación de los cuatro centenares de personas retenidas en la residencia desde el martes por la noche. En ejercicio de su soberanía, Tokio subrayó que, tras analizar la situación, podría acordar la reanudación del suministro eléctrico, enfrentándose así a la decisión del jefe del Estado peruano.La defensa incuestionable de la integridad de los rehenes ha sido siempre la política de Tokio ante cualquier ataque terrorista. Las autoridades japonesas han preferido mantener esta postura a pesar de las críticas recibidas tanto de su opinión pública como de la comunidad internacional por su falta de fortaleza y habilidad para hacer frente a la amenaza terrorista.

Sin embargo, con esta disposición a ceder para liberar a los rehenes de Lima, Japón ha entrado en contradicción con su propia política de apoyo a la agresiva lucha antiterrorista de Fujimori, y podría enfrentarse no sólo con Perú, sino con algunos de sus principales aliados en el mundo, como Estados Unidos. Todos los analistas políticos han coincidido en afirmar que esta situación es un enorme reto para Japón, el mayor desde el fin de la guerra mundial.

La complejidad de la crisis le obliga a demostrar su agilidad ante situaciones de emergencia, su habilidad en el juego diplomático y su respeto al objetivo internacional de lucha contra el terrorismo. En los últimos días, todos los medios de comunicación han recordado al Gobierno de Ryutaro Hashimoto que tan sólo hace unos meses firmó en Francia, junto con los otros socios del G-7, una declaración oficial por la que se comprometía a redoblar sus esfuerzos contra el terrorismo. Junto a la preocupación por la solución de esta crisis, el desconcierto por las escasas y a menudo contradictorias informaciones impregna estos días la vida en Japón. Con el objetivo de no facilitar pistas a la guerrilla sobre la estrategia para resolver el conflicto, Tokio mantiene su hermetismo informativo, dando pie a que se multipliquen la ansiedad de la población.

La relativa rapidez con la que Hashimoto coordinó la creación de un comité de crisis en Tokio y el desplazamiento de su ministro de Exteriores, Yukihiko lkeda, y otros diplomáticos para crear un comité paralelo en Lima le han evitado las habituales críticas que reciben las administraciones niponas por su extraordinaria lentitud en la toma de decisiones.

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