Distinción
Llegará un momento en que el hecho de no haber recibido nunca un homenaje ni un premio oficial será la suprema señal de distinción. La gloria sólo estará reservada para unos pocos que no fueron obligados a comprarse un traje oscuro para recibir una medalla o un diploma. Hasta hace poco lo elegante consistía en no haber dado jamás la mano a un ministro. La cultura era una pasión muy preservada. Ahora los creadores han sido objetivados: los objetos que no se promocionan o no se venden y lo que no vende no existe. Los artistas de culto han desaparecido. A pesar de todo está al llegar el día en que el hecho de no haber salido nunca en televisión y de no haber asistido jamás a una fiesta, simposio, congreso o presentación de un libro producirá un efecto balsámico en un sector cada vez más amplio de público de modo que el creador que haya resistido este oleaje de imágenes y honores alcanzará la cima sagrada: no ser conocido, no ser devorado y por eso mismo ser venerado. Eso le pasa a Dios. Si a éste se le adora tanto es porque nadie le ha visto nunca con un zumo de tomate en la mano presentando la Biblia en el Palace o en el Círculo de Bellas Artes. A mucha gente le gusta tocar al artista que admira, pero cada vez son más los que prefieren no contemplar su rostro anodino y le agradecen no se prodigue, que escriba menos, que no hable tanto, que se esfume una temporada y que cultive el silencio como la mejor maceta de su balcón. La fecundidad es vulgar, un privilegio al alcance de los conejos. Algunos creadores la muestran no sólo en sus obras sino también con su presencia y ambas llegan a ser una tortura para sus admiradores. Comienza a germinar una clase distinguida de público: la que odia todo lo que se promociona, la que desprecia todo lo que se premia. Esta clase de lectores o espectadores funciona como una secta: sus maestros que no han sido devorados por el éxito imparten las delicias en el anonimato y estos devotos sólo se reconocen entre sí por la mirada de placer.
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