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Mercados y ciudadanos

Emilio Lamo de Espinosa

Sean cuales fueren las razones, la confianza en la capacidad de la economía española para superar la reválida monetaria aumenta día a día al tiempo que bajan los tipos de interés y sube la Bolsa hasta alcanzar otro máximo histórico. Es más, cabe sospechar que los "fundamentales" están por debajo de la imagen, es decir, que lo que impulsa al alza las expectativas es más la buena imagen de la política económica que sus verdaderos resultados. De hecho, muchas de las famosas medidas liberalizadoras (del suelo, de colegios profesionales y otras) están atascadas, el paro no acaba de disminuir y el consumo no acaba de repuntar. Se diría que -como nos suele ocurrir- los inversores extranjeros tienen más confianza en nuestra economía que los españoles. Pero, en todo caso, se ha conseguido hacer creíble la política económica del Gobierno y los mercados comienzan a descontar su éxito. No es poca cosa porque esa dinámica tiene mucho de profecía que se autocumple; cuando más se crea en ella más viable será. Lo que contrasta con la política a secas en la que sólo se cosechan fracasos incluso cuando deberían ser éxitos. La estrategia de los globos sonda o del stop-and-go unido a una mala gestión de los escenarios de crisis (ya sean las autonomías o Cuba) y una manifiesta deficiencia en la explicación pública le otorgan al Gobierno una imagen de bisoñez mezcla de ingenuidad e incompetencia.

Lo cierto es que lo que ocurre con la (no) política del PP no debería sorprender. Era evidente que un partido cuyos militantes y bases sociales se mueven entre el centro-centro de la antigua UCD y la derecha-derecha del más antiguo franquismo, a caballo entre el corporativismo católico y el neoliberalismo, que no tuvo necesidad como partido de oposición de generar una plataforma propia, pues le bastaba con explotar el escándalo de cada día, y a cuya confusión de origen se suma la causada por el inevitable pacto con los partidos nacionalistas (hasta ayer, los grandes enemigos; hoy, incluso Aragón y Canarias son "nación"), tenía que cojear por algún lado. O no andar. En alguna ocasión he señalado que si durante la oposición el PP carecía de programa ello no era tanto una estrategia consciente para evitar la crítica externa, sino el objetivo resultado de la dificultad de dar voz única a un gallinero. El silencio es el mejor modo, de no comprometerse. Pero si en la oposición se puede no decir nada (eso sí, a voces), en el Gobierno incluso el silencio (o su inarticulado sustituto: el ruido) es elocuente. Porque muestra que bien no se sabe qué decir, bien se desconfía de poder convencer al público. Y lo que queda es la "buena gestión".

De modo que, justo cuando Felipe González descubre que Marx se equivocó en casi todo, justo entonces, la mercancía deviene el sujeto único del pensamiento- único y se adueña del discurso: Maastricht como destino, la reforma laboral como camino, el Estado de bienestar como enemigo.

Pero el Estado de bienestar, al menos desde Beveridge, no fue (no es) sino el modo de reconciliar el principio de "un hombre, un voto", que funda la democracia, con el efecto Mateo, que funda la economía, reconciliando aquélla con ésta y al ciudadano con los mercados. Y, así, si algo hemos aprendido estos últimos años es que cuando se ataca la crisis fiscal y los mercados se regocijan con-tienza la crisis de legitimidad y los ciudadanos salen a la calle para regresar a sus casas cuando aquéllos empiezan a desconfiar. De modo que, al tiempo que los mercados se apuntan, los electores se desapuntan. Y, lo que es peor, se desapuntan de todos, pues lo que los recientes sondeos muestran es no sólo- que el PP pierde votos que el PSOE no gana, sino algo peor: que si el 65,6% tiene poca o ninguna confianza en José María Aznar, el 57,6% tiene el mismo recelo de Felipe González. Es más, casi uno de cada tres electores ha "olvidado" que les votó y su recuerdo de voto es muy inferior al real.

Sólo un poderoso impulso político que genere un discurso coherente y organice las "mil flores" del gallinero podrá impedir que, junto con la malhadada peseta, se nos vayan los electores a otra parte.

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