El hombre que no pertenecía
El último problema que tuvo José Donoso en España fue encontrar un libro que lee Secuestrada -esa era su expresión- durante el viaje de regreso a Chile. Fue cuando vino a presentar Donde van a morir los elefantes, y a colocar al borde del infarto a la gente que le acompañaba (menos a María Pilar, su mujer, curada ya de sustos), pues no era un hombre que se arredrara por su mala salud de hierro ante el atractivo de una cena con amigos, o la perspectiva de un paseo en solitario durante toda una tarde por la Barcelona donde vivió en los años setenta. Lo que por otra parte coincide con su comentario cuando alguien se quejó de que Fulano sólo podía hablar de literatura: "¿Acaso hay algo más?".Así era Donoso: literatura en estado químicamente puro. Tengo la poco científica intuición de que fueron la curiosidad de leer (era uno de los mejores lectores que he conocido) y sobre todo la necesidad de escribir siempre un último libro del que hablaba con un entusiasmo propio de primerizo, lo que fue alargando los plazos que le iba marcando su cuerpo y que con las crisis perdían dramatismo.
Es probable que el elogio fúnebre de Donoso insista en su condición de quinto invitado, a veces ausente, en el famoso banquete al que se sentaban García Márquez, Cortázar, Fuentes y Vargas Llosa, entre otras cosas porque Donoso fue uno de los pocos que logró mantener la amistad con cada uno de ellos, y porque las memorias de María Pilar, Los de entonces, son hasta la fecha la única crónica desde el interior de aquellos años.
Es urgente aclarar que esa fue la cruz de Donoso: el que le asimilaran a un grupo, generación, operación editorial (elíjase o invéntese nueva etiqueta) con el que no le unían más lazos que los de la amistad, y que encima periódicamente le regatearan esa quinta plaza en involuntaria pugna con Ernesto Sábato (a quien también maldito lo que le importa). No es casual que esos lazos fueran muy sólidos con Fuentes (condiscípulo de colegio y padrino en la edición internacional) y con Vargas Llosa: otros dos viajeros.
Porque lo cierto es que Donoso, latinoamericano al fin, fue un viajero. Por biografía, desde luego, pero sobre todo por talante de sus ojos azules, sonriente y a la vez distante, amable y generoso con los más jóvenes y capaz de sintetizar como nadie con suave ironía, suave únicamente por sus modales. Chileno desde tiempo inmemorial, no es casual que los primeros cuentos de Donoso fuesen escritos en inglés (conocía la literatura inglesa ,como muy pocos; su obra maestra indiscutible era Midallemarch, de George Eliot (Cátedra), y que el único punto en común de su obra increíblemente variada sea justamente el desarraigo: esto es, la marca de Caín del viajero.
Y exactamente así concebía su literatura: "Uno no escribe con el propósito de decir algo, sino para saber qué quiere decir y para qué", dice el protagonista de El Jardín de al lado (que se desarrolla en Madrid). Esa concepción de la literatura como viaje explica que su obra fuese, hasta la última entrega -y eso ya es un título-, tan impredecible y distinta de sí misma. Eso, y su convicción: "El precio de la libertad es no pertenecer a nada".
Babelia
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