La última palabra
EL MISMO fiscal que en 1995 se pronunciaba contra la desclasificación de los papeles del Cesid lo hace ahora a favor. El cambio de opinión puede deberse a una reconsideración alumbrada por el debate entre especialistas producido en los últimos meses. Pero también, simplemente, al relevo registrado en la cima del ministerio fiscal -institución que ejerce sus funciones con arreglo al principio jerárquico- tras las elecciones del 3 de marzo. Pese a referirse a diferentes sumarios y ser consecuencia de trámites procesales diversos, el fondo de la cuestión es en ambos casos el mismo. Entonces y ahora, la cuestión consiste en encontrar un equilibrio entre el principio constitucional de sometimiento de todos los actos administrativos a: control judicial y la obligación de reserva del Gobierno sobre cuestiones que puedan poner en peligro la seguridad del Estado. El conflicto entre ambos principios se hace crítico cuando un juez que investiga un delito solicita del Gobierno el levantamiento del secreto que protege determinadas materias. Si basta la petición judicial para que el Gobierno tenga que entregar cualquier documento se corre el riesgo de convertir en papel mojado el principio de reserva, a des pecho del valor de la seguridad. Pero si basta la negativa unilateral del Ejecutivo, puede ocurrir que los gobernantes se amparen en la seguridad del Estado para evitar investigaciones sobre eventuales delitos, pues el pro pío secreto impide verificar si su contenido afecta real mente a ese valor.
La cuestión consiste, en resumen, en determinar quién tiene la última palabra cuando se plantea un conflicto entre el poder judicial y el poder ejecutivo en tomo a la averiguación de la verdad jurídica cuando ésta puede afectar a la seguridad. Es un conflicto potencial existente en muchos países, aunque en algunos de ellos la ley ha previsto mecanismos de control por los que unas pocas personas puedan analizar reservadamente las materias, objeto de la petición judicial para certificar su relación con la seguridad.
En su informe a la sala que dirimió en 1995 el conflicto de jurisdicción entre Baltasar Garzón y el Ministerio de Defensa, el fiscal invocaba el secreto profesional (artículo 24 de la Constitución) como un límite a la facultad del juez de obtener pruebas. En función de esa infilación, sostenía que carecía de respaldo jurídico la pretensión de ampliar a los jueces la única excepción al principio de reserva contemplada en la ley: la comunicación al Congreso y Senado "en sesión secreta". La conclusión, que sería compartida por la sala, era que la facultad de levantar el secreto sobre materias reservadas correspondía únicamente al Ejecutivo. El presidido por Aznar se apoyó en esa exclusividad para no desclasificar los papeles del Cesid tras asegurarse, mediante un dictamen del Consejo de Estado, de que corresponde al Gobierno ponderar "los intereses en juego", y en particular "el de la seguridad del Estado, cuya exclusiva valoración le corresponde". Esa valoración era, como no podía ser menos, política (deterioro del crédito de España en materia de inteligencia y servicios secretos, entre otros), por lo que los jueces carecen en principio de competencia para considerar su idoneidad.
El fiscal considera ahora que, dada la gravedad de los hechos y otros factores, los tribunales se ven obligados a ejercer su función de control en defensa del Estado de derecho. Admite que no hay mecanismos previstos para ello, pero, por analogía con otros supuestos, propone que el análisis previo -comprobación de afectación o no a la seguridad del Estado- se realice in camera, es decir, en sesión no pública, por una comisión de magistrados del Supremo delegados al efecto. Se trata de una solución similar a las previstas en otros países y que sería conveniente incorporar a la nueva ley de secretos oficiales. El problema es que tal ley no existe por el momento, y parece un poco exagerado que un fiscal o un juez la sustituya con una audaz iniciativa como ésta. Ojalá que, tras la retirada del impresentable anteproyecto del Gobierno, pronto contemos con una ley que impida la repetición de dilemas como el actual. Pero entretanto, que el poder judicial se atribuya a sí mismo la capacidad para resolverlo unilateralmente mediante una fórmula como la propuesta sería actuar como juez y parte. Lo mismo que se reprocha al Ejecutivo.
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