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Viraje en el Kremlin

Al día siguiente de su quíntuple by-pass coronario, Borís Yeltsin recuperó por decreto los poderes que había delegado en el primer ministro Chernomirdin. A los dos días promulgó otro decreto, más complejo, sobre el "entendimiento y la reconciliación nacional". En él invitaba a todos los partidos a celebrar el año que viene, en un clima de "concordia recobrada", el 80º aniversario de la Revolución Octubre de 1917. Trasladado del Centro de Cirugía Cardiaca a la Clínica del Kremlin, Yeltsin hizo pronto una aparición en televisión. Este esfuerzo no basta para convencer a los rusos de que tienen de nuevo un "presidente enérgico y capaz de gobernar". El microcosmos político de Moscú permanece escéptico. Algunos no esconden su preocupación: "Obligan a este enfermo de gravedad a montar un espectáculo, como le obligaron, durante la campaña electoral, a bailar el twist, y ya sabemos a qué le ha llevado".El ciudadano de a pie permanece indiferente ante la agitación del Kremlin. "La gente está más preocupada por el impago de sus salarios que por la salud del presidente", afirma la diputada liberal Irina Jakamada. En efecto, el 5 de noviembre, día de la operación de Borís Yeltsin, Rusia conoció la primera huelga nacional contra la política del Gobierno. Según los sindicatos, 15 millones de personas participaron manifestándose en 76 regiones del país. La composición de las concentraciones era significativa: profesores y magistrados, mineros y obreros de la industria de armamento, médicos y militares, todos los que han sido dejados de lado por la política "liberal" estaban presentes, sin olvidar a los jubilados y a los estudiantes que marchaban bajo la más escueta de las pancartas: "Tenemos hambre". El ministro del Interior, aunque rebatía las cifras de los sindicatos, reconocía que el movimiento, con un amplio apoyo, "refleja las enormes dificultades sociales del país".

Mijail Smakov, líder de la Confederación Independiente de Sindicatos, evita cuidadosamente los contactos con la oposición comunista y reclama un diálogo con el Kremlin para obtener el pago de 8.000 millones de dólares en salarios adeudados. Animado por el éxito de la huelga, amenaza con convocar otra, el 5 de diciembre, de mayor duración. El 5 de noviembre, en Moscú y en San Petersburgo, al término de unas manifestaciones singularmente masivas, los sindicalistas invitaron explícitamente a los trabajadores a no participar, dos días más tarde, en las concentraciones comunistas organizadas con motivo del aniversario de octubre de 1917. Para Guennadi Zhiugánov ha supuesto un duro golpe. Pero ha decidido mostrar aires de suficiencia, convencido de que la dinámica del movimiento antigubernamental juega a favor de su partido. En el entorno de Borís Yeltsin se piensa lo mismo, lo que explica el contenido insólito del decreto sobre "el entendimiento y la reconciliación nacional". Por primera vez, se reconoce la importancia histórica de la Revolución de Octubre, al proponer ensalzar a sus protagonistas (¿Lenin?, ¿Trotski?), pero también, evidentemente, a sus adversarios. Viniendo de un líder que se había jactado ante el Congreso de Estados Unidos "de haber derribado al monstruo comunista", se trata de un cambio de orientación más bien audaz. Porque, con esto, el partido comunista ya no es presentado como el producto de los "golpistas bolcheviques", según los términos empleados por Borís Yeltsin durante la campaña electoral, sino que se convierte en el heredero de un gran acontecimiento histórico al que se devuelve su esplendor. De esta forma recobra su legitimidad política. ¿Por qué este viraje? Porque el Kremlin, bajo el impulso del muy pragmático Víktor Chernomirdin, espera vincular al partido comunista a la gestión de la crisis. Ante estos galanteos, Guennadi Zhiugánov se mantiene prudente y evasivo: "La reconciliación nacional", afirma, "ya tuvo lugar en 1941, cuando los rojos y los antiguos blancos se levantaron como un solo hombre para defender nuestra patria". Pero deja la puerta abierta a una eventual negociación. Para demostrar su buena voluntad, el Gobierno ha puesto freno a la campaña anticomunista llevada a cabo por los medios de comunicación que controla muy de cerca. Con motivo de las fiestas del 7 de noviembre, que duran tres días, la televisión difundió unos reportajes exentos de acritud sobre las manifestaciones organizadas por los comunistas. Al día siguiente, la cadena NTV ofreció un popurrí de extractos de películas soviéticas sin expurgarlas de las loas a Stalin. Suficiente para servir de consuelo a los nostálgicos que todavía exhiben los retratos del antiguo generalísimo. Bien es verdad que ese mismo día Egor Gaidar y otros liberales alzaron su voz contra estas concesiones y recordaron que el partido comunista sigue siendo un "partido totalitario". Pero como su movimiento sólo ha obtenido el 3% de los votos en las elecciones a la Duma, sus protestas no tendrán mucho peso en las decisiones del Kremlin. Y el que los dirigentes hagan hoy la corte a los comunistas se debe a una razón muy sencilla.

Cuatro años después de la "terapia de choque" aplicada por Egor Gaidar y de la privatización puesta en práctica por Anatoli Chubáis, Rusia es un país en bancarrota. No se halla en condiciones de satisfacer la deuda interior -y, por tanto, de pagar los salarios de los funcionarios- ni tampoco la deuda exterior. Uno de los principales economistas del país, Leonid Abalkin, demuestra que los 9.200 millones de dólares que el Gobierno quiere pedir prestados al Banco Mundial en 1997 sólo servirán para pagar los intereses de la deuda ya existente. Asimismo, en el mercado Financiero ruso, la emisión de nuevas obligaciones a corto plazo del Estado, las GKO, sólo reportará, una vez reembolsadas las precedentes, un excedente de 15 billones de rublos, mientras que los atrasos en los salarios se elevan a 40 billones. Abalkin no es el único en decirlo. Los economistas liberales Chmielev, Birman y Piacheva, reunidos con motivo de una mesa redonda de Literaturnaia Gazeta, han llegado unánimemente a la conclusión siguiente: "Sí, es la bancarrota". ¿Quién aceptará estar vinculado con la gestión de tal herencia?

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Por el momento, el Gobierno busca la salvación en la recaudación de los impuestos impagados. El día antes de su operación, Borís Yeltsin creó una cheka -comisión extraordinaria- para lograr el cobro de los impuestos. Es sabido que la Cheka fue un órgano de represión de siniestro recuerdo, el precursor del KGB. Pero hoy ya no da miedo porque, como subraya Grigori Yavlinski, los principales cabecillas de la evasión fiscal se sientan en el Kremlin. Además, una economía totalmente hundida difícilmente podría enderezarse mediante una simple intervención sobre los impuestos. Para comprender la magnitud del desastre es necesario saber que, desde el desmantelamiento del antiguo sistema, la economía funciona sin reglas y sin códigos: el pago de los salarios se ha convertido en opcional, al igual que la devolución de los créditos.

En este clima de caos, aquel que quiera cobrar sus deudas -reales o imaginarias- sólo tiene que reclutar a matones entre los kagebistas disponibles y, sobre todo, en los círculos del crimen. El fenómeno es tan conocido que incluso la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) lo menciona en su informe anual sobre la economía rusa. Las agencia privadas de seguridad han proliferado hasta tal punto que hoy emplean un millón y medio de hombres armados. El resultado de esta ausencia de Estado de derecho es la criminalización del conjunto de la sociedad. Ningún mafioso importante ha sido detenido y juzgado en Rusia durante los últimos cinco años. Un jefe célebre, Ivankov, apodado El Japonés, ha sido condenado este año, pero el juicio ha tenido lugar en Nueva York. Otro cabecilla, Mijailov, acaba de ser detenido en Lausana. Pero en Moscú no se detiene, ni siquiera parece posible. Si bien se persigue la corrupción -un antiguo fiscal general de la república, Iliushenko, ha sido encarcelado y varios altos cargos acaban de ser detenidos en San Petersburgo-, las mafias permanecen intocables y actúan con total impunidad: hace quince días, Paul Teutum, el estadounidense copropietario del hotel de lujo Radisson Slovianki -donde se aloja Clinton en sus visitas a Rusia-, fue abatido en pleno día en el corazón de Moscú, y el domingo día 10, la guerra de las bandas de antiguos combatientes de Afganistán se saldó con 13 muertos de golpe. Es poco probable que estos crímenes sean aclarados algún día.

A partir de ahora, en el debate político sobre la economía hay que tener en cuenta el hecho de que, a los ojos de la opinión pública, el poder actual está relacionado con la mafia. Se trata de una creencia simplificadora y sin duda exagerada -en lo que concierne a Yeltsin personalmente-, pero está ahí, anclada en la conciencia popular. Por una fuente fiable, sé que el general Koriakov, confidente y amigo del presidente durante 11 años, ha entregado al general Lébed un informe muy comprometedor sobre Anatoli Chubáis, jefe del Gabinete presidencial. Lébed no quiere utilizarlo, convencido de que las revelaciones sobre los chanchullos que se practican en el Kremlin no aportarían nada y sólo podrían agravar el clima de decadencia. Las propuestas adelantadas por varios dirigentes para sacar al país del marasmo económico son interpretadas sistemáticamente como maniobras políticas. Por ejemplo, el alcalde de Moscú, Yuri Lujkov, reclama un descenso radical de los precios de la energía para aliviar las cuentas de las empresas, que así podrían por fin invertir en la producción. Pero, para la opinión pública, sólo se trata de una piedra lanzada al tejado de Chernomirdin, gran protector del sector energético, y una prueba de que Lujkov tiene ambiciones presidenciales. ¿Cómo puede desarrollarse, en un clima tal, una reflexión seria entre los responsables políticos?

Preguntado por Literaturnaia Gazeta sobre su programa económico, el general Alexandr Lébed ha respondido lacónicamente: "Hay que cambiar el sistema". Es a la vez duro e impreciso. Pero casi todos mis interlocutores en Moscú consideran la respuesta de Lébed muy clara y pertinente, y me han repetido muchas veces: "Ha dicho que ante todo hay que descriminalizar la economía, y tiene toda la razón". Esta tarea no puede ser llevada a cabo por Yeltsin, aunque recupere toda su energía, porque es el fundador y el protector de un sistema que vive sus momentos finales. La cooptación de Zhiugánov y de algunos otros opositores en las altas esferas del Kremlin no bastaría para mantener a flote un barco que hace agua por todas partes. Y la presión popular, que se ha expresado a través de manifestaciones masivas, tal vez sólo esté en sus comienzos. La televisión rusa ha invitado a uno de los debates a Georges Soros, gran especulador financiero que subvenciona la ciencia rusa, abandonada a su suerte por el Estado. Ha hablado tras Gaidar y Mostovoi, dos admiradores del thatcherismo. Ante la sorpresa general, ha declarado en esencia: "Ustedes no han sabido aprovecharse de las ventajas del socialismo y han creado en su lugar un capitalismo perverso que sólo puede llevarles a la ruina". Tras un veredicto tal, viniendo de un hombre que entiende de capitalismo, no pueden quedar muchas ilusiones en Rusia sobre "el sistema yeltsiniano". Queda por saber quién podrá abolirlo y con qué métodos.

K. S. Karol es periodista francés, especialista en cuestiones de Europa del Este.

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