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Asimetría

Enrique Gil Calvo

Dado el creciente consenso existente en otros temas, como Maastricht o la OTAN, la cuestión autonómica se está convirtiendo en la primera causa de pugna política entre el Gobierno y la oposición. Sin duda, en ello hay algo de artificial, pues al PSOE le conviene cargar las tintas en este debate a fin de distraer la atención disimulando su falta de respuesta a otras cuestiones más vidriosas. Pero también es verdad que, en efecto, el Gobierno está perdiendo los papeles de modo lamentable en materia de financiación autonómica. Y lo peor no es la proliferación de anécdotas más o menos chuscas (como el neologismo de Borrell sobre el carajal fiscal, el globo sonda de Bono sobre la gran coalición o las sandeces del portavoz sobre la selección catalana), sino el poco sentido de la oportunidad con que Aznar está administrando sus concesiones a los nacionalistas.En este resbaladizo asunto de la rivalidad territorial es donde debería brillar la diplomacia más exquisita a fin de que la susceptibilidad de unos u otros no se resienta. Sin embargo, parece que las habilidades diplomáticas del Gobierno se reducen al negociado del ministro Arenas, pues en los demás cunde una evidente torpeza. Hay buena intención y ganas de agradar, pero falta lo esencial, que es convencer a los invitados de que no se les va a desairar. El último agraviado ha sido el socio catalán, a quien ayer se prometió reconocerle su hecho diferencial si votaba la investidura y hoy se le afrenta regalando su 30% como café para todos mientras a sus espaldas se amplía la soberanía tributaria del concierto foral. No es extraño, por tanto, que ahora Pujol también exiga foralizarse, distinguiéndose del resto, que trata de reconvertirse de región a nacionalidad.

Es evidente que nuestro sistema autonómico está inconcluso y que su metamorfosis no ha hecho más que empezar. En efecto, la Constitución estableció un inicial desequilibrio asimétrico entre territorios forales y de régimen común, lo que puso en marcha un ciclo imparable de recurrentes reivindicaciones niveladoras, eternamente aspirantes al reequilibrio en tanto no se alcance una utópica igualdad territorial. Este dilema resulta irresoluble, pues tan constitucional es el derecho a distinguirse como el derecho a igualarse, generándose un círculo vicioso que obliga a medirse con el que más competencias tenga. Y la mejor prueba es precisamente Cataluña, que para defender su hecho diferencial se ve a la vez obligada a mimetizar a los vasco-navarros y a tratar de impedir que la mimeticen los demás.

Por lo tanto, si antes no lo remedian Bruselas o el Bundesbank, este proceso de centrifugación tributaria continuará progresando de manera imparable y a velocidad hoy acelerada por Aznar sin que pueda detenerse en tanto la totalidad de territorios no tengan transferido el 100% de la soberanía fiscal. Este horizonte final de completa descentralización tributaria daría lugar a una suerte de feudalismo contributivo donde el Gobierno central se limitaría a coordinar la redistribución interterritorial para garantizar la unidad fiscal. Ahora bien, cabe preguntarse si ese final utópico no sería excesivamente simétrico, arruinándose todo hecho diferencial.

Y la respuesta es que no, pues la asimetría siempre prevalecerá. Y ello por dos razones. Ante todo, por el desigual nivel de desarrollo alcanzado por cada autonomía, que desequilibra su respectiva capacidad tributaria: los territorios con densa sociedad civil serán fiscalmente deudores (en tanto que contribuyentes netos) y los subdesarrollados dependerán de ellos como acreedores a sus subvenciones. Pero, sobre todo, la asimetría prevalecerá porque la distinción entre nacionalidades y regiones no puede ser neutralizada fiscalmente, pues su diferencia específica no es de naturaleza constitucional, sino electoral: es la soberanía popular la que, a través de su voto a partidos nacionalistas soberanos, decide si un territorio es nación o sólo región. Ésta es la única autodeterminación políticamente efectiva.

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