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Nada es lo que parece

Joaquín Estefanía

Pasado mañana se celebrarán unas elecciones presidenciales en Estados Unidos que, como todas, condicionarán lo que acontezca en el mundo los próximos años; por ejemplo, subordinará las decisiones de política económica. Es oportuno, pues, conocer la coyuntura en la que se encuentra EE UU y compararla con lo que se prometió en la campaña electoral del año 1991, tras cuatro años de. clintonomics.

Es idóneo hacerlo porque en el mundo, de la política nada es lo que parece; los ciudadanos estamos acostumbrados a que, una vez que ganan los comicios, los triunfadores tiren a la papelera aquello que hizo votarlos, o incluso que se presenten a los mismos con un disfraz que no les corresponde.

Entonces es cuando, equivocadamente, se habla de problemas de comunicación en vez de cambio de piel, por las dificultades objetivas que existen o porque no fueron sinceros en su diálogo con los votantes, Blair es un laboristaliberal; Juppé es irreconocible en su práctica política; el Partido Liberal austriaco es nazi y el Liberal japonés aplica esquemas keynesianos de relanzamiento de la demanda para salir de la crisis; Aznar prometió bajar los impuestos y ha subido las tasas, y teorizó un nacionalismo españolista y ahora acusa al la oposición de jacobinismo. Y Clinton...

Cuando Clinton gana sus primeras elecciones cambia el concepto de desregulación por el de crecimiento, y sus teóricos hablan de expansión selectiva de la demanda, crecimiento del gasto público y aumento de los impuestos confines distributivos (véanse las hemerotecas). En su primera conferencia de prensa establece tres objetivos: creación de puestos de trabajo y fortalecimiento de la economía; ley de incentivos fiscales a las empresas que reinviertan sus beneficios; y proyectos para acelerar la inversión pública en infraestructuras, educación y sanidad.

Es decir, estableció un nuevo contrato, frente a las prioridades clásicas de la inflación y reducción del déficit. "Primero la recuperación, luego el déficit", dijo en noviembre de 1992. Los analistas entendieron que los días de la economía de la oferta habían terminado.

Hoy, en términos macroeconómicos, la situación es envidiable y por ello previsiblemente Clinton volverá a ganar-: se han creado más de 10 millones de puestos de trabajo, el crecimiento es sostenido, el déficit público se ha reducido a menos del 2% del producto interior bruto (PIB) y los beneficios de las empresas que cotizan en Wall Street se han duplicado respecto a los del ejercicio de 1992. En el debe del balance está el formidable crecimiento de la desigualdad y la inseguridad económica de las familias norteamericanas.,

A mitad de su legislatura, Clinton hubo de soportar la victoria rotunda de los republicanos en las dos Cámaras. Un personaje tan detestable como Newt Gringrich, hoy devaluado, presentó su Contrato con América que, entre otros aspectos, demandaba casi el desmantelamiento del Gobierno de Estados Unidos. La tentación de Clinton fue olvidarse de las tradiciones demócratas y firmó la Welfare Reform Act, que suponía la marcha atrás después de varias décadas de un sistema de protección social creado por Franklin Delano Roosevelt.

Clinton recogía la esencia del programa republicano: la era del Estado protector ha terminado; en el futuro, el Estado no podrá ser la respuesta para los problemas de los ciudadanos. ¿Quien protegerá a partir de ahora a esa considerable legión de desheredados a los que ha marginado el crecimiento económico de las dos últimas décadas?

La pregunta es ¿cuál de los dos Clinton ganará las elecciones y qué programa aplicará?

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