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¿Otra vez la Ucedé?

Supimos de la esperada muerte de Franco por las imágenes lloriqueantes, del presidente del Gobierno, que se reveló en aquellas circunstancias un actor consagrado, aceptando repetir la grabación y los llantos hasta que el realizador consiguió la toma óptima para ser difundida. Capilla ardiente, interminable comprobación popular del suceso, cortejo fúnebre con el primado de la misma cuerda, proclamación del Rey bajo el signo de la concordia y Te Deum del cardenal Tarancón con discurso de la Corona incluido por el mismo, precio. Después hubo un turno de Carlos Arias Navarro, aquel "desastre sin paliativos", en expresión atribuida a Su Majestad por el semanario norteamericano Newsweek. A la altura de junio de 1976, apenas seis meses después, el presidente del Consejo del Reino Torcuato Fernández-Miranda, desteñido de otros fervores aparentes y restablecido de algunas trampas saduceas, consideró llegada la ocasión de desencadenar las previsiones establecidas en la pizarra de la Zarzuela, revelada al público de a pie en las particulares memorias aportadas recientemente por sus deudos. Así que primero nos marearon con la pizarra de Suresnes, donde Alfonso Guerra habría despejado todas las incógnitas y resuelto todas las ecuaciones de primero, segundo y tercer grado sobre el futuro español. Luego, Luis María Anson en su Don Juan aportó la pizarra de Estoril, muy anterior y mucho más ambiciosa y omnicomprensiva, en la que don Pedro (léase Sáinz Rodríguez) con trazo clarividente dejó prevista la evolución del continente europeo desde Múnich hasta la caída del muro de Berlín, en sorprendente paralelo con los mensajes de Fátima como enseguida comprobaremos. Fue en ese clima pizarrero, alentado por el mayor best seller de todos los tiempos, va para 400 semanas en la lista de libros más vendidos, cuando una nueva generación de Fernández Miranda probó fortuna con una tercera pizarra, la supuesta de la Zarzuela, que se presentaba con pretensiones de definitiva aunque limitada al marco geográfico español.Esas memorias póstumas, llenas de entusiasmo filial, ofrecían el aspecto de un ajuste de cuentas con Adolfo Suárez ninguneado hasta extremos de humillación incomprensible. Pero la verdadera transición debe mucho a ese chusquero de la política, como acertó a definirse, a sus condiciones personales, a su temperamento. Así llegamos a la Ley para la Reforma Política, a la legalización de los partidos y de los sindicatos y a las primeras elecciones generales libres para las que, entre otras improvisaciones y otros inventos, se fletó la Unión de Centro Democrático, en adelante la Ucedé. Pero el reconocimiento al presidente Suárez, que en los últimos meses apesta con el olor de la santidad sin mácula, se ha hecho una vez más a costa de nuestra más reciente memoria. Parecería, que la dimisión de Suárez se hubiera producido de modo inexplicable y que el golpe del 23 de febrero se lo hubieran dado a otro que pasaba por allí. En realidad, y ahora conviene recordarlo, cuando dimitió Suárez estábamos instalados en la abominación de la que hablan proféticamente los evangelios a propósito del Templo de Jerusalén. El Gobierno minoritario de Ucedé en aquellos tiempos debía ganarse el voto de cada día con el sudor de su frente en la angustia de las subastas parlamentarias. En cada Pleno del Congreso, nacionalistas catalanes y vascos elevaban el precio de su contribución a la continuidad del Gobierno en un sistema de alimentación por goteo que mantenía al enfermo bajo mínimos. ¿Qué tiene que ver aquella Ucedé, siempre al borde de la extinción aunque años después haya sido reinventada para el elogio póstumo, con él actual Partido Popular, liderado por José María Aznar con mano segura y disciplina férrea? ¿Qué tienen que ver aquellas cesiones políticas, económicas y fiscales, obligadas por el puro afán de permanencia en la poltrona, con los hitos históricos alcanzados cada vez que un ministro del Gobierno Aznar se reúne con un colega de la Generalitat o de Ajuria Enea o incluso de Canarias o de Aragón? Por eso conviene mantener a raya a los agoreros de siempre y evitar que cundan, como otras veces, los triunfalistas de la catástrofe. Todo va bien, señora baronesa , y las encuestas pueden mejorarse cambiando las preguntas.

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