Jalalabad, bajo la 'sharia'
Las mujeres ya estaban encerradas en casa cuando llegaron los talibanes
Jalalabad es una de esas ciudades afganas donde los talibanes han conquistado el poder sin estridencias. Primero, porque su población es, como ellos, de la etnia pashtún. Y segundo, porque las mujeres ya estaban encerradas en casa cuando llamaron a la puerta. Jalalabad, con sus 60.000 habitantes, parece una ciudad más de Pakistán, a 78 kilómetros de distancia.Aquí la vida cotidiana era tan cercana al integrismo propugnado por las milicias ultraortodoxas que su llegada el 11 de septiembre no causó el trauma que su irrupción en Kabul provocó en una población mucho más cosmopolita, étnica y lingüísticamente más variopinta, que los ha recibido en parte como invasores. No han reprimido a las mujeres porque ya estaban reprimidas de sobra antes de que ellos llegaran con sus carros de combate. La shura (consejo de gobierno local) envió hace un año una circular a las organizaciones no gubernamentales (ONG) que prohibía contratarlas.
Los talibanes han traído algunos molestos decretos, como la obligación de dejarse la barba y el nuevo gobernador. Éste, el maulavi Abdul Kabir, despacha sin prisas los asuntos recostado en un sillón del palacio de verano del que fuera rey de Afganistán hasta 1973, el viejo Zahir, hoy exiliado en Roma. Kabir sustituyó al gobernador Haji Abdul Kadir, uno de los hombres de negocios más ricos de Afganistán que, ante el avance talibán, se marchó a Landi Kotal, un pueblo de narcotraficantes en el lado paquistaní.
En la toma de Jalalabad murieron unas decenas de personas, entre ellas el hijo del gobernador. En realidad apenas se opuso resistencia a los talibanes. Pero hubo una venganza personal de un comandante que supuso el asesinato de 70 miembros de la shura. Antes de la era talibán, un grupo de jefes militares sin escrúpulos se dividían Jalalabad y su provincia: Nangarhar, la mayor productora de amapola de opio de Afganistán. Eran unos piratas que aterrorizaban a la población.
Los comandantes cobraban sus tributos: a las ONG y a los cultivadores de amapola -de la que también se extrae la heroína- les exigían una comisión sobre el presupuesto de sus proyectos de ayuda y sus cosechas. Y siguen exigiendo allí donde se han escondido o han trasladado su reino, pues muchos se han aliado estratégicamente con los talibanes. También se dedicaban a la construcción o al control del aeropuerto donde aterrizaban cada día varios cargos procedentes de Irán, Pakistán, India o Dubai atiborrados de mercancías y enviados de vuelta con la pasta de opio. Los camioneros que venían de Kabul, apaleados por todos los ejércitos del país, debían pagar para que los comandantes les prestasen su protectora compañía hasta Pakistán más de un millón de afganís (10.000 pesetas), por camión. Los robos de coches eran frecuentes, incluido los de las ONG.
A las 10 de la mañana del 11 de septiembre, el mismo día en que a las tres y media de la tarde los talibanes entraron en Jalalabad, se derrumbó el negocio brutalmente. Aprovechando la confusión que reinaba en la shura, un tal Shawali, cabecilla de una de las facciones implicadas en el chanchullo cotidiano, irrumpió con sus soldados en el edificio y fusiló sin contemplaciones a 15 jefes militares y 55 milicianos. A uno de ellos le cortaron el cuello. A otro le quemaron vivo dentro de un coche. Al ver que lloraba, uno de los asesinos le espetó: "¿Por qué lloras? No está bien que un afgano llore. Tú mataste y nosotros ahora te matamos, eso es todo". Shawali se vengaba así del asesinato de su hermano Haji Shamali dos años antes. Como en los tiempos medievales. Como las venganzas de la Mafia. Pasada la sangría, como pasa una lluvia pasajera que se diluye en las cloacas, la gente ha aceptado con calma a los nuevos.
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