El Tratado de Maastricht y los quintos de Berlanga
En estos últimos tiempos, los fines de siglo no suelen ser propicios para los españoles; si la memoria no me falla, desde el siglo XVI para acá todos han sido aciagos, y me temo mucho que, por el camino que vamos, el que se nos viene encima lo sea también.La situación en la que colectivamente nos encontramos los españoles recuerda la que, según me contó uno de los que la había padecido, vivieron durante unos años algunos pobres muchachos de mi pobre tierra extremeña. Fueron años, no sé si al comienzo de la república o al final de la dictadura que la precedió, porque nunca he estudiado el asunto, en los que, además de la falta de talla, también la de peso era causa de exclusión del servicio militar. Para aprovecharla y librarse de él, cuando se aproximaba el momento del alistamiento muchos mozos se sometían a una dura dieta y al final emprendían a pie el camino desde sus pueblos hasta el que era sede de la caja de reclutas en donde debía decidirse su destino, ayunando y purgándose cada día mientras el viaje duraba. Para los quintos de Berlanga, mis paisanos, una caminata de algo más de cien kilómetros hasta Villanueva de la Serena, en el norte ya de la extensa provincia e Badajoz.
Como lo único que el procedimiento aseguraba era que la llegada se producía en condiciones lamentables, todo lo que después sucedía era inevitablemente malo. Si la empresa tenía éxito y el sujeto se libraba del servicio, volvía a su casa incapaz para el trabajo y obligado además a mantenerse, durante bastante tiempo en el mismo estado exangüe, pues de otro modo en cualquier revisión posterior se le podría declarar apto, haciendo inútiles sus sacrificios. SI, por el contrario, fracasaba, las circunstancias en las que se incorporaba al temido servicio lo convertían en un infierno en el que incluso se arriesgaba la vida.
El paralelismo es tan claro que sería ofender al lector insistir sobre él. Si tenemos éxito en el empeño y logramos entrar en la Unión Monetaria, habremos de afrontar dentro de ella, exhaustos ya por las congelaciones de sueldos, la paralización de las obras públicas y todos los demás es fuerzos realizados para lograrlo, los nuevos esfuerzos a los que esa pertenencia, con pactos de estabilidad o sin ellos, nos obliga; si fracasa mos y quedamos " fuera de ella, al agotamiento por los años de sacrificio se sumará el dolor por su inutilidad, el resentimiento contra quienes los impusieron y la frustración por no haber sido capaces de lograr lo que durante años ha sido objetivo único de nuestra política.
Para escapar de esos males no podemos renunciar, sin embargo, al objetivo, ni a mí se me ocurriría proponerlo. No sólo ahora, cuando ya no es tiempo, sino tampoco antes, cuando se firmó el Tratado de la Unión. No porque sea seguro que ésta nos haya de deparar todas las ventajas que de ella se esperan; menos aún porque, como a veces se dice, no sea el Tratado de Maastricht, sino la realidad de la economía global de nuestro tiempo, la causa que de verdad nos obliga a sanear nuestra economía. Con todo respeto para quienes la repiten, esa afirmación es claramente falsa. Una cosa es que la economía globalizada, la libre circulación de capitales, de mercancías y de servicios (no del trabajo, que cuando se lanza a la patera obligado por el hambre encuentra no pocos obstáculos para circular) nos fuerce a reducir la inflación y rebajar el déficit para que "los mercados" no nos maltraten, y otra bien distinta que esa reducción y esa rebaja hayan de producirse en cuantía determinada y a fecha fija. Si hubiéramos de atender sólo a las exigencias de la economía, la actuación racional sería la que el profesor Mas Cullell proponía hace algún tiempo en estas páginas. Son precisamente esas rigideces de cuantías y fechas que dan a esta empresa de Maastricht esa falsa apariencia de prueba deportiva, de carrera por llegar a una meta, con la que se presenta ante la mayor parte de los ciudadanos, las que impiden actuar de acuerdo con la racionalidad económica. No porque en si mismas sean irracionales, sino porque responden a una racionalidad distinta: la de la política.
Ni pudimos antes ni podemos ahora negarnos a participar en la empresa por la buena y simple razón de que no tenemos fuerzas para fijar nuestras propias metas sin contar con los demás y, como todos los demás europeos, hemos de bailar al son que nos tocan. Quizás gobernantes con visión más amplia y mayor energía hubieran logrado que el son se acomodara más a nuestras fuerzas, pero no hay que hacerse ilusiones sobre el peso que nuestra economía y nuestra política tienen dentro de Europa. Y por lo demás, tampoco es todo malo. Al menos se nos ha dado ocasión de participar y estamos en buena compañía. En la de los fuertes, cuya voluntad pesa mucho más que la nuestra, pero que en mayor o menor medida nos tienen en cuenta, y en la de los menos fuertes, con los que nos une no sólo la debilidad, el hecho de estar metidos en el mismo saco, sino una especie de relación fraternal. Ahora no se habla, como en el otro 98, cuando nosotros fuimos expulsados de Cuba, los franceses de Fachoda y los italianos de Eritrea, y Alemania e Inglaterra se ponían de acuerdo para distribuirse las colonias de Portugal, de "la decadencia de las naciones latinas", pero algunas alusiones al "club Mediterranée" recuerdan esa literatura. Quizás, pese a todo, haya males que duran más de cien años.
Pero como digo, sería insensato no ver más que los lados negros de una empresa de
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la que no podemos huir y que tiene también muchos aspectos luminosos. Insensato es también , sin embargo, y mucho más peligroso, reducirse sólo a ponderar éstos. La perspectiva pesimista puede enervar la disposición al sacrificio, pero la del optimismo militante puede conducirnos al desastre, y es ésta la que, con pocas excepciones y notable miopía, adoptan nuestros políticos. Hablan continuamente de las ventajas de la Unión, pero nunca de sus inconvenientes, y se niegan a tomar en cuenta la posibilidad de que las fuerzas no nos lleguen y al final nos quedemos exhaustos. por los sacrificios hechos y con pesetas en lugar de euros; compuestos y sin novio. Son esa obsesión por silenciar lo negativo y ese optimismo forzado los que pueden llevarnos al desastre, pues el dolor, la frustración y el resentimiento serán tanto más terribles cuanto mayor, mas puro y más deslumbrante resulte en la imaginación de los españoles el bien perdido, o más pesada la carga insospechada con que al lograrlo se encuentran. Es lógico condenar, por falta de realismo, a quienes se obstinan en mantenernos fuera de la Unión (aunque quizás el plural sea en este caso inadecuado), pero esa condena es absolutamente injusta si quienes la pronuncian, se empeñan en ignorar la realidad silenciando los aspectos negativos del empeño y la probabilidad no despreciable de que resulten vanos los sacrificios que se nos imponen. Mejor nos hubiera ido hace cien años si se nos hubiera explicado desde el comienzo que no sería fácil que nuestros buques de madera y malos cañones pudieran imponerse a los barcos de acero bien artillados de los americanos. Mejor nos irá, dentro de dos, si desde ahora se les dice a los españoles qué es lo que de verdad puede pasarles, en el mejor de los casos. Y en el peor.
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