El muro de Nicosia
1 Estuve en Nicosia en noviembre de 1984, dos años antes de visitar Berlín por primera vez y doce años después de haber pasado unos días en Sarajevo, cuando la capital de Bosnia-Herzegovina era todavía una hermosa y tranquila ciudad de aspecto oriental cuya línea de cielo estaba dominada por los minaretes y en la que convivían, bajo la cobertura laica y multinacional del Estado yugoslavo, gentes de distinto origen étnico y distinta cultura y religión (aunque entonces, en los tiempos de la dictadura titista, esto último no importaba demasiado, ya que sólo algún beato se molestaba en acudir el viernes a la mezquita, el sábado a la sinagoga y el domingo a la iglesia católica u ortodoxa). Recuerdo que llegué en autobús, procedente de Limasol, y que durante el viaje mi vecino de asiento -un viejo despierto, locuaz y desdentado- me puso al corriente de la situación en el norte de la isla, ocupado por el ejército turco desde el 20 de julio de 1974 como respuesta al golpe militar de un grupo de oficiales greco-chipriotas partidarios de la enosis (unión con Grecia). El viejo era culto y me contó historias picantes de la época de las Cruzadas y algunas curiosidades etímológicas. "Antropos", me dijo, "de donde, como usted sabe, deriva la palabra antropoide, significa el animal que mira hacia arriba, y de ahí su tendencia incorregible a dejar pudrirse las cosas de aquí abajo".Su isla estaba algo podrida, ciertamente, pero sólo en el plano político, porque en el económico, y gracias a la afluencia masiva de capital e inmigrantes libaneses, pasaba por una época de gran prosperidad. Sus viñas, cuidadísimas, seguían produciendo el mejor vino tinto del Mediterráneo oriental, y abajo, en la costa, frente al paseo marítimo de Limasol, doce mercantes esperaban turno para descargar sus contenedores en el puerto.
Arriba, sin embargo, estaba el muro, por llamar de algún modo a esa tosca línea divisoria, formada por vallas blanquiazules, bidones vacíos y sacos terreros, que atravesaba la ciudad de este a oeste. Recuerdo que entre la última posición grecochipriota y la primera turca se interponía una tierra de nadie patrullada por cascos azules austríacos, suecos y noruegos. Yo me hallaba en el sector griego de la ciudad, delante de una tapia de chapa en la que ondeaba la bandera de la ONU. Del otro lado no llegaban voces, ni siquiera ruidos de motor. Sólo si retrocedía unos pasos podía divisar a lo lejos dos minaretes con sendas banderas: la turca y la del Estado turcochipriota (ambas con la correspondiente media luna). Eran los únicos signos de vida en aquel sector, la prueba de que allí había alguien.
2 El muro de Berlín tenía otra catadura, más amenazante, más terrible. Provocaba temor en quienes lo observaban, pero también fascinación, los mismos sentimientos contrapuestos que experimentó aquel marino inglés durante la guerra de las Malvinas al ver aproximarse a su fragata un Exocet: quedó tan cautivado por dicho proyectil, que avanzaba a ras de mar con la suave y silenciosa precisión de una saeta disparada por Apolo, que ni siquiera se preocupó de ponerse a salvo.
Yo pasé en Berlín una larga temporada poco antes de que la guerra fría concluyera, cuando el viento del Este no soplaba con el impetu y la crudeza de otros tiempos, y puedo asegurar que entonces no había nada en la ciudad -llena a rebosar de pecios y reliquias de este siglo- tan misterioso y fascinante como el muro. Recuerdo que muchos días, al caer la tarde, me acercaba a sus sólidas placas de cemento y, subido a uno de los observatorios de madera que el senado occidental había levantado en lugares estratégicos para que los visitantes dispusiéramos de una ejemplar y reveladora perspectiva, me ponía a cavilar sobre el sentido de tan imponente construcción. ¿Por qué lo habían levantado precisamente ellos? ¿No eran mucho más pobres que los occidentales? ¿Guardaban acaso un preciadísimo tesoro que nosotros, los hombres del ocaso, no podíamos siquiera imaginar? ¿Quiénes eran allí los bárbaros y quiénes los romanos? ¿Se trataba de un muro defensivo o de un muro de contención? ¿Y de contención frente a qué?
La respuesta a estas preguntas la encontré lejos de Berlín, en el cementerio Père-Lachaise de París, y concretamente en la cara exterior del muro norte. Hay allí una escultura, que sobresale del muro en alto relieve, de lo más sombría e inquietante. Se trata de una mujer joven y muy seria, espantosamente seria, con el torso inclinado hacia delante y los brazos extendidos hacia atrás, como si quisiera darse impulso para levantar el vuelo y abandonar cuanto antes este mundo. Pero si uno se detiene a contemplarla con un poco de atención, en lugar de cazarla de reojo (como hace el flâneur apresurado), verá que no es volar exactamente lo que pretende esa mujer, sino algo muy distinto: quiere evitar a toda costa que un grupo de figuras borrosas -un rostro' apenas perfilado, un cuerpo en vías de aparición, unos brazos abatidos, una silueta cabizbajala rebase o invada la ciudad. Esa mujer (acaso la guardiana de las tumbas, o el espíritu mismo del campo santo) intenta contener a la multitud exangüe y deprimida -que se le viene encima, impedir que se le escapen los internos, controlar a unos muertos levantiscos que están a punto de salir del cementerio, donde han sido encerrados por la Ilustración, y dispersarse por las calles confundidos con los vivos (lo que, sin duda, sería una catástrofe, la peor catástrofe que podría ocurrir en nuestro mundo, basado justamente en la separación estricta de vivos y muertos, y en la prohibición terminante que pesa sobre éstos de comparecer otra vez ante nosotros).
Espero que se me entienda. No pretendo comparar a los antiguos países del Este con un cementerio, pues sería exagerado (y más entonces, al final de la guerra fría, en aquellos años de agonía proletaria en los que nadie, ni los propios dirigentes comunistas, confiaba en la supervivencia del sistema), pero sí con otros lugares de encierro característicos de la Ilustración: con un tranquilo y aburrido balneario, por ejemplo, donde los trabajadores del carbón y el acero, ya jubilados, evocaban con nostalgia las heroicas jornadas de trabajo de otras épocas, cuando salían de las fundiciones al volante de los blindados y aeroplanos que ellos mismos acababan de fabricar; o con un cuartel dirigido por viejos milicianos en el que todos los reclutas se hubieran escaqueado, pues allí, en el Este, casi nadie daba golpe, salvo quizás en las secretas ciudades siberianas, donde los últimos discípulos de Stajanov se preparaban para permanecer siete años seguidos en una cápsula espacial (el último, el más sádico y el más sofisticado de los lugares de encierro de la Ilustración). Y como casi nadie daba golpe, casi todos se aburrían como ostras y soñaban con
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El muro de Nicosia
Viene de la página anteriorhacer de limpiaparabrisas -o de muchachas de la limpieza en el mundo occidental. La dirección (como la dama del cementerio parisiense) tenía que evitar a toda costa que el balneario se quedara sin clientes, y sin reclutas el cuartel, y esta función de contención la cumplía el muro.
En realidad, no había un solo muro, sino dos, que corrían paralelos por la ciudad separando el sector soviético de los sectores occidentales. Entre uno y otro se extendía una amplia franja de tierra apisonada por la que circulaban las patrullas de vigilancia y unas sospechosas liebres que nadie sabía muy bien qué hacían allí, precisamente allí, en esa tierra de nadie donde habían muerto acribillados algunos fugitivos.
3. En aquel tiempo (año 39 de la guerra fría), Berlín y Nicosia eran las dos únicas ciudades europeas divididas por un muro, aunque no por la misma razón. El de Berlín -sólido, macizo, imponente- separaba a dos poblaciones que hablaban el mismo idioma, adoraban (o habían matado) al mismo dios y comían los mismos alimentos. Era un muro ideológico y había sido construido por las dictaduras proletarias con un doble objetivo de contención: hacia fuera, como dique destinado a preservar el paraíso socialista de la contaminación capitalista; y hacia dentro, como cerca o alambrada disuasoria ante los mal disimulados propósitos de fuga de los constructores del edén.
El de Nicosia, en cambio, respondía a un designio más elemental: separar a los griegos de los turcos, a ellos de nosotros, y evitar que la tiniebla cristiana o musulmana ensombreciera el respectivo círculo de luz. Era un muro étnico, y en aquel tiempo parecía mucho más absurdo y provisional que el berlinés.
Lo curioso es que hoy, 12 años después de aquel viaje, de los dos muros urbanos que había en nuestro continente sólo queda uno: el étnico, el tribal. El otro, el muro ideológico,- cayó hace siete años poniendo fin a la época de las guerras sociales europeas.
En este mundo nuestro tan extraño las cosas revelan su sentido cuando empiezan a perderlo, y ahora se ve claro que a partir del 68 el muro de Berlín era obsoleto. Desde entonces, el limes ya no pasa por los áridos terrenos de la idea, sino por los enmarañados bosques de los, sueños y por las gélidas regiones de la economía.
Hoy las clases sociales no combaten (aunque patronal y sindicatos escenifiquen a veces alguna que otra escaramuza ritual que nadie se toma muy en serio, pues todo el mundo sabe que es teatro). Hoy combaten las etnias, las razas, las lenguas y las sectas. Y combaten, sobre todo, los ricos y los pobres, los afortunados y los desafortunados, el primer mundo y el tercero. Los muros (reales o imaginarios) que se levantan en Yugoslavia, el Cáucaso, Ruanda, la India o Gibraltar no tienen ya como modelo el muro de Berlín (o la doble alambrada coreana), sino la tosca línea divisoria de Nicosia y esa triple muralla china que el senado americano se dispone a construir en la frontera mexicana. Son fronteras exteriores, ciertamente, trazadas todas ellas con la misma voluntad de aislar y segregar, pero proyectan su sombra sobre el interior, pues hay minorías étnicas y bolsas de pobreza (o de riqueza) en todos los países.
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