El túnel de Bibi
Muy pocos amigos de Israel en el extranjero celebraron, el 28 de mayo pasado, el triunfo de Benjamin (Bibi) Netanyahu y el Likud en las elecciones parlamentarias. La inmensa mayoría -yo fui uno de esos millones de decepcionados- recibió consternada la derrota de Simón Peres y el laborismo, pues vieron en ese resultado electoral un gravísimo riesgo para el proceso de paz entre palestinos e israelíes, iniciado con la conferencia de Madrid y sellado con los acuerdos de Oslo.Cabía la esperanza, desde luego, de que, una vez asumidas las responsabilidades del poder, Netanyahu moderara la demagogia extremista de que hizo gala en la campaña electoral, resistiera a sus partidarios de la ultraderecha religiosa y mesiánica empeñada en resucitar a sangre y fuego el Gran Israel, y, cediendo a la presión internacional y al sector más pragmático del Likud, adoptara una política realista, de colaboración con Arafat y la Autoridad Nacional Palestina y respeto de los compromisos adquiridos por el gobierno israelí anterior, a fin de asegurar una paz estable en el Próximo Oriente. Quienes se aferraban a esta ilusión, esgrimían el siguiente argumento: ¿acaso no fue otro gobierno del Likud, el de Menahem Begin, el que recibió a Anwar al-Sadat en Jerusalén e hizo las paces con Egipto?
Bibi Netanyahu ha mostrado, en sus tres meses de primer ministro, ser mucho menos sensato e infinitamente más irresponsable que Begin, gobernando como si aún estuviera en plena campaña electoral, es decir, haciendo todo lo necesario para que el proceso de paz tan delicadamente armado por Rabin, Peres y Arafat, y que había logrado ya notables beneficios para palestinos e israelíes, se estancara, y nuevamente estallaran las hostilidades entre quienes, después de tanta sangre y sufrimientos, estaban aprendiendo a coexistir. Su promesa electoral -"Paz con seguridad"- ha quedado bastante maltrecha en estos días, con los 55 cadáveres de palestinos y los 14 de israelíes, además del millar de heridos, que es, hasta ahora, el saldo de la violencia desatada en Gaza, Cisjordania y Jerusalén, la última semana, por la apertura del túnel bajo la mezquita de AlAqsa, que los árabes consideraron una provocación.
En verdad, éste ha sido sólo el último episodio -la gota que colmó el vaso- de una política iniciada en junio de 1996, que, en contradicción flagrante con las declaraciones de Netanyahu para la galería de que "continuaría con los acuerdos de paz", delataban inequívocamente una voluntad contraria, de incumplir y reducir a letra muerta lo aprobado por los negociadores en Noruega. ¿Qué otra cosa podía significar, si no, la autorización para que se instalaran varios millares de nuevos colonos en Cisjordania, en territorios bajo administración palestina, y la negativa a retirar a las tropas israelíes del Hebrón, según lo estipulado en los acuerdos de paz? Así como el rechazo terminante de considerar siquiera la posibilidad de una retirada del Golán a cambio de hacer la paz con Siria, principio que el gobierno de Peres contempló y que había abierto perspectivas alentadoras sobre algún tipo de acomodo de Israel con el más pugnaz de sus vecinos.
Es esta política maximalista, de confrontación y desafío, de soberbio. desprecio al adversario, la que ha hecho correr otra vez la sangre y abierto de nuevo un foso de animadversión entre palestinos e israelíes, destruyendo, de un plumazo, el mecanismo de apaciguamiento y coexistencia entre las dos sociedades, algo que había costado tantos y tan heroicos esfuerzos poner en marcha (el asesinato de Rabin por un fanático extremista es símbolo de ello).
¿Qué ha ganado Israel con esta estrategia de fuerza? Su seguridad -el caballito de batalla de Bibi Netanyahu y sus halcones- es ahora más precaria que hace tres meses. Por lo pronto, ha conseguido unir a todos los países árabes en la condena por lo ocurrido el 25 y 26 de septiembre, y colocado en una posición dificilísima a los gobiernos más moderados de la región, Jordania y Egipto, que se ven obligados por las circunstancias a endurecer su posición y tomar distancias con Israel. En el mundo entero, no hay un sólo gobierno -democrático o autoritario-, que apoye al de Jerusalén. La mayoría lo censura abiertamente y, otros, Estados Unidos entre ellos, sotto voce, responsabilizándolo por provocar una crisis que puede incendiar de nuevo el Próximo Oriente.
Pero, acaso, la más dramática consecuencia de esta política intolerante y belicosa de Netanyahu es el respaldo formidable que ella aporta a los-extremistas palestinos, a Hamás, la Yihad islámica y los otros grupos terroristas, que se sienten ahora justificados por lo ocurrido en sus tesis de que los acuerdos de paz eran, una farsa y que la única política posible hacia Israel es la guerra, no el diálogo y la negociación. Los esfuerzos pacificadores de Rabin y Peres habían conseguido meter una cuña, separando al grueso de la opinión pública palestina, moderada y pragmática, de esos sectores intransigentes y mostrar que éstos eran minoritarios. ¿Seguirá siendo esto cierto, ahora, después de la última sangría? Si alguien ha quedado lesionado, y acaso de heridas terminales, con lo ocurrido es Arafat y el sector que lo ha apoyado dentro de la OLP. En cambio, han recibido un emulsionante espaldarazo el FPLP (Frente Popular para la Liberación de Palestina) de Georges Habash y el FDLP (Frente de la Liberación Palestina) de Nayef Hawatme, y sus patrocinadores respectivos, los regímenes de Damasco y Teherán.
¿Qué sucederá a continuación? En lo inmediato, quienes ganan en toda la línea son los fundamentalistas de ambos bandos, que, aunque por distintas razones, rechazan los acuerdos de Oslo y creen que la solución de los problemas de la región pasa por la derrota militar pura y simple del adversario (y, algunos, incluso, por su exterminio). Ninguno de los dos tiene ni la más remota posibilidad de realizar su designio; pero, en cambio, si su lógica se impone y termina por reemplazar de manera más o menos permanente aquella por la que apostaron Rabin y Peres, la del apaciguamiento y las concesiones recíprocas, se puede vislumbrar un futuro inmediato siniestro en todo el Oriente Próximo, con periódicos estallidos de violencia, matanzas, invasiones, guerras localizadas en Líbano y el Golán, y terrorismo crónico en las ciudades israelíes, donde los portadores suicidas de bombas de Hamás y la Yihad, islámica -cuyos crímenes colectivos fueron un factor decisivo para el triunfo electoral del Likud- reanudarán sin duda en cualquier momento sus horrendas hazañas.
¿Hay alguna manera de evitar este sombrío desarrollo y resucitar la dinámica de la paz ahora enterrada en el mahadado túnel bajo la mezquita de Al-Aqsa? Una sola: la presión diplomática y política internacional sobre el gobierno de Jerusalén para que haga honor a los compromisos asumidos en Oslo y sobre la opinión pública israelí para que, tomando conciencia de las catastróficas consecuencias que para la imagen y los intereses de Israel ha significado hasta ahora la gestión de Netanyahu, obligue a ésta a enmendarla y a retomar la lúcida y valerosa estrategia iniciada por Rabin y Simón Peres.
Esto es posible, porque Israel, a diferencia de todos los gobiernos árabes que lo rodean y que son regímenes autoritarios en distinto grado -es decir, impermeables a toda forma de crítica y disidencia gracias a la censura y la represión- es una genuina democracia, una sociedad abierta y plural, donde los gobernantes son vulnerables, pues hay una prensa libre, una opinión que tiene muchas maneras de hacerse oír, y unos votantes que pueden penalizar en las urnas a quienes eligieron si no cumplen con su deber. Es indispensable que esa opinión israelí sepa que la política de Bibi Netanyahu ha hecho en estos tres meses más daño a Israel que las bombas de los fanáticos, pues lo hace aparecer, hoy, como el extremista y el intolerante, y a sus adversarios como las víctimas de lo que está ocurriendo en el Oriente Próximo, cuando hace sólo noventa días prácticamente toda la comunidad civilizada del mundo aplaudía su empeño en lograr la paz.
Quien escribe esto no es un observador neutral de lo que ocurre en aquella región del mundo, sino un aliado entusiasta de Israel, que desde los años sesenta ha escrito muchos artículos en su defensa, polemizado muchas veces con sus enemigos, que escribió un manifiesto y salió a las calles a protestar por Israel en Lima y en Nueva York cuando la ONU condenó el sionismo como una forma de racismo, que tiene como motivo de orgullo haber profesado en la Universidad Hebrea y recibido el Premio Jerusalén y que no se cansa de promover, como un ejemplo para los países del tercer mundo, la manera como los pioneros sionistas construyeron un país moderno, próspero y libre, a base de convicción y de trabajo, en lo que era la provincia más miserable e incivilizada del imperio otomano. Ese pequeño país admirable por tantas razones merece vivir en paz, y en armonía con el pueblo palestino, con cuya suerte está ligada la suya por mandato de la geografía, la historia y la simple razón. Y para que ello sea posible es preciso que confíe su gobierno a quienes sigan el camino trazado por Rabin y Peres y no el de ese peligroso imitador del doctor Strangelove que ha resultado Bibi Netanyahu.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.