El esceptíco furibundo
¿Quién no se ha encontrado en su vida con la figura del catequista al revés, quiero decir, con el descreído absoluto que trata de llevamos, casi por la fuerza, y siempre con estilo obsesivo, a su privada forma de negación totalizadora? Es, suele ser, un personaje hiperactivo, hablador, muy hablador y, además, polemista. Bajo estos tres ejes vivenciales late y no deja de moverse el descontento y un evidente complejo de superioridad. Su frase preferida es ésta: "Estáis en Babia". Se precia de avanzado y, muy en primer término, de estar de vuelta de todos los problemas que la vida y la cultura plantean. Se muestra seguro y satisfecho, con el aire de quien dispone del secreto fundamental y del ábrete sésamo de la existencia.Da la impresión de saberlo todo, y, en el fondo, sus saberes son escasos y superficiales. Por eso es un merodeador de la cultura. En su cabeza bullen y se remejen datos inconexos sin orden ni concierto. La pasión de su vida consiste en demostrar que el misterio y lo trascendente no existen. Ambas instancias son, en definitiva, monsergas, nada más que monsergas. Está empeñado en tomar patente, en evidenciar, la no validez de las incertidumbres universales que a todos nos envuelven y nos desnortan. En consecuencia, su actitud es la del sarcasmo, la ironía, y si el interlocutor ofrece resistencia, el improperio por la vía del exabrupto. Representa, pues, al escepticismo impuesto a garrotazos dialécticos.
Si se le habla de las inaprensibles estructuras de la trascendencia, le entran unos furores homicidas. La entrega a lo que nos supera es, para él, una resistencia. Una resistencia que hay que anular, que hay que derribar. Así se convierte en una especie de boxeador contra la sombra del ubicuo arcano. Al estrecho positivista -lo que toco y palpo y nada más que eso- no le merece atención intelectual de ninguna clase lo inentendible. Algún día, piensa, llegará a entenderse.
Aquí se esconden varios factores más o menos visibles: la vanidad, el temor a provocar la reacción contraria, y la transformación de lo que pudiera ser conducta civilizada en batalla verbal, en violencia discutidora. Finalmente: en el rechazo a gritos. Pascal, con su fino olfato psicológico, acertó a dibujar muy bien el perfil de ese rostro del intolerante, entre colérico y prepotente. Y Sacha Guitry, con su lúcido ingenio, registra en sus memorias este paradójico precipitado: "En aquella época yo no tenía fe. Quienes me la han devuelto fueron quelques athées, plus tard, que j´ai connus".
Hay en todo este conglomerado antropológico un exceso de presunción y un escaso margen de entendimiento. Conste que estoy refiriéndome siempre al atufado, al arrebatado y al exasperado ibérico. Nunca, por supuesto, al desilusionado respetuoso, discreto y accesible a los postulados de la razón y de lo que es más-que-razón. En última instancia, al agnóstico, digno de la máxima consideración. Estoy hablando de la desmesura, de lo que convierte a la incógnita del sentido radical de la existencia en refriega barriobajera. Los golpes mostrencos de una primaria dialéctica, los oblicuos porrazos, a nada conducen. Si acaso, a fuerza de repetirlos, a fuerza de cargar la suerte, a fuerza de aprovecharlos para hacer literatura mala y vulgar, a fuerza de todo esto, llegamos a la convicción de que enfrente tiene que haber una realidad, una fuerte realidad. Los amagos, las fintas y los écarts, contra algo deben tropezar. Algo qué ahí está. Es lo arcano, lo ignoto, el misterio. El misterio que sigue vivo, inaprensible e inquietante.
Por eso el tono de superioridad del enfurecido, del escéptico y negador apasionado, desemboca, a fin de cuentas, en la esterilidad. Nada hay que aburra tanto como las incomprensiones una y otra vez repetidas. Nada hay que resulte tan monótono y que despierte menos curiosidad que el individuo embravecido, el violento desenfrenado, desquiciado, es decir, fuera de quicio, porque ya adivinamos de antemano lo que va a decimos. Las obsesiones personales convierten al que las padece en animal de noria que da vueltas con los ojos tapados sin poder contemplar el paisaje que le rodea y sin conocer tampoco aquello para lo que sirve su iterativo trabajo. Por eso camina y no recorre. Anda sin moverse. La religación a lo desconocido es una cosa. El encadenamiento ciego a las manías y a las pasiones, otra muy distinta.
Con todo, ¿qué es lo que hay de valioso en el furibundo polemista? Un anhelo noble: liberar a los demás de determinados fanatismos. Desatarlos de esclerosadas ligaduras. Que las hay, eso por descontado. Pero que no autorizan el desmán, la negación por la negación. Esto es, la intransigencia que en sentido opuesto todos hemos padecido en fechas ya históricas. La estrechez espiritual provoca el raquitismo psíquico del interlocutor. El intercambio de juicios y valoraciones remata por convertirse en diálogo de sordos. 0 lo que es lo mismo: en no-diálogo. El ataque exacerbado concluye por diluirse en barullo sin orden ni concierto.
Y ahora, y ya para concluir, echemos mano, según es costumbre en esta serie de artículos, de un modelo concreto. De un modelo cierto. Se trataba de un maestro de primeras letras en una pequeña villa de Galicia. Lo que aquí llamamos un "escolante". Era un escéptico frío y, al tiempo, implacable, inflexible y de calculada conducta. En resumen, un enajenado al revés. De acuerdo con sus convicciones, había elaborado un rito escolar que tenía cumplimiento todas las semanas. Una vez concluida la clase, el dómine exclamaba ante sus alumnos: "Niños, no hay Dios". Y el coro infantil, obediente y sin gran entusiasmo, respondía: "¡Nunca lo hubo!".
"¡Nunca lo hubo!". Lejos, muy lejos, quedaba Nietzsche y su apocalíptico "Dios ha muerto", puesto que si Dios jamás existió, no pudo haber fenecido.
Y mucho más atrás yacían, arrumbadas e inertes, otras formas de admitir el misterio. Atrás quedaba el "todo está lleno de dioses" (el "pánta plére theón", atribuido a Tales), y más acá más cerca de nuestra sensibilidad, el "Deus intimior intimo meo", de san Agustín, el Dios más íntimo en mí que mi propia intimidad.
Un Dios, una trascendencia, o un misterio, que si se demuestra por el camino de la razón especulativa, de la razón racional, si se me permite la redundancia, quedaría metamorfoseado en esclavo. En el esclavo -ya lo denunció Heidegger- de las inevitables limitaciones de la ratio.
El tiempo sigue su curso. Y ahora me pregunto, cuando aquellos niños ya deben ser adultos, hombres hechos y derechos, ¿seguirá resonando en sus oídos el "¡Nunca lo hubo!" infiltrado en su conmovedora ingenuidad?
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