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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Recordando a Pemán

Rebeldía Rebeldía (Sacrilege), de Diana Shaffer. Adaptación de Juan José Arteche. Intérpretes, Concha Cuetos, David Zarzo, Francisco Lahoz, Carmen Rossi, Rafael Guerrero, Francisco Piquer, Elvira Travesí, Gregorio Alonso. Teatro Fígaro. Madrid, 16 de septiembre de 1996.

Esta es la historia de una monja que quiso ser cura: parece frecuente en los últimos tiempos feministas (que yo sepa no se ha dado el caso contrario, el de un sacerdote que desee ser monja). El asunto no es sólo religioso: es una monja de izquierdas -Vietnam,- y todo eso- y se supone que en ese planteamiento va incluida la ordenación: hay, sin duda, distintas clases de ízquierda.

Esta obra se llama en su idioma original Sacrilegio: quizá la prudencia natural, y menos en tiempos donde la fe mueve ministerios, ha aconsejado cambiar el título. Y algunas cosas más, muchas de ellas sin razón: como llamar Embajada del Vaticano a la Nunciatura, pero eso puede ser más bien ignorancia del traductor, Juan José de Arteche. Hay errores de teología -pienso- como de liturgia: me los ha confirmado ese ilustre personaje que ejerce la crítica y trabaja en los meandros de la fe, mi querido Alberto de la Hera.

Hay que recordar que la autora, Diana Shaffer, ha sido antes chica de conjunto con el circo Ringling, cantante de calle con la Steinettes: y de club, y de radio. Nada de esto, pienso, la impediría conocer bien los ritos. Podría ser lo de menos, para almas liberadas, si fuera buen teatro. No es el caso. Sacrilegio se estrenó en Nueva York el 2 de noviembre de 1995; el día 19 ya salió de cartel. No iba nadie. Espero que aquí no tenga este mal final.

Viéndola, yo añoraba a Pemán, a Marquina, a Ardavín: a algún Calvo Sotelo, como el del obispo Carranza. No, claro, a El divino impaciente, que fue una exaltación a la guerra civil, sino de las obras de cuando Pemán comprendió toda la enormídad de lo que habían hecho los suyos. Eran autores reconciliadores, sencillos, modestos. No convirtieron a nadie, eso es verdad. Pero sabían su teatro.

Bien, esta monja quiere ser cura, y resulta un poco histérica, un poco obsesiva. Se enfrenta con el Vaticano, con sus hermanas: con los espectadores. Más que rebelde, es tozuda. Todo esto se plantea en largas conversaciones, en largas discusiones.

Su planteamiento y su desenlace es el mismo: ella quiere y quiere ser cura; y la escena que debía ser culminante es cuando confiesa y bautiza a un joven en trance de muerte. Sería más teatral si no supiéramos todos que las "aguas de socorro" las puede administrar cualquiera, hombre o mujer, bautizado o no, y que no hay sacrilegio, sino buena acción.

Lo que queda ahora de trascendental en esta obra es que la interpreta Concha Cuetos. La farmacéutica de guardia es ahora la monja que quiere ser cura. Las figuras de la televisión quieren de cuando en cuando darse un baño de teatro para reafirmar y confirmar que su condición verdadera es ésa: como lo ha intentado la gentil María Barranco.

Concha Cuetos ha elegido una obra que es, incluso, peor que la serie que la lanzó a esta última popularidad. Cualquiera de sus dos compañeras de reparto, Elvira Travesí o Carmen Rossi, hubieran dado más fuerza al papel. Pero el público estuvo conforme con todos y con el director (que declinó, sin embargo, salir a saludar).

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