La inesperada continuidad
Tal vez la mayor sorpresa que han aportado estos meses de gobierno del Partido Popular haya sido la estricta continuidad con el periodo anterior. Tan desconcertados andan los que aguardaban una vuelta a la vieja derecha -aunque no hayan faltado amagos en esta dirección, así el proyecto de ley de secretos oficiales- como los que creyeron que volvería el coco, tal como lo pintaron los socialistas en una campaña nada ejemplar, y, desde luego, no salen de su asombro los pocos ingenuos, entre los que me cuento, que pensaron que Aznar, al menos en un primer momento, abriría la espita democrática para que circulasen algunas ráfagas de aire fresco que, tras los índices de contaminación alcanzados en los últimos años, hicieran un poco más respirable la atmósfera.Claro que nadie medianamente informado esperaba cambios en las, grandes líneas de la política española, centrada en los esfuerzos para entrar en la Unión Monetaria con la primera tanda de países, lo que conlleva una drástica reducción del gasto público, que impone a su vez una reestructuración de la política social, así como culminar el proceso con la integración plena en una OTAN que en el nuevo escenario internacional tiene una significación muy distinta de la que tuvo en el pasado. La persistencia de la coalición con Convergència i Unió en buena parte impone a los nuevos socios la misma política que obligó a los antiguos, continuidad que de ningún modo ha de considerarse algo negativo, todo lo contrario, podría ser signo de madurez -mal nos iría si cada Gobierno tuviera que empezar de cero- y sin duda habrá que congratularse de ello.
La oposición socialista, sin -embargo, proyecta la imagen de que, de haber seguido gobernando, no habría habido recortes sociales, o hubieran sido de mucha menor cuantía, creencia que va calando en amplias capas sociales, pese a que en este punto, como también en el de las privatizaciones del sector público, el Gobierno actual no haya hecho más que seguir la trayectoria iniciada por el anterior, sólo que, ante el tamaño del déficit acumulado, esté obligado, como también lo hubieran estado los socialistas, a apretar más las clavijas. Sin los largos años de desmovilización social, sin el enfrentamiento con los sindicatos hasta lograr doblegarlos -por ineptitud y corrupción, corresponsables también de esta quiebra de su poder social- no tendríamos que asistir en los próximos meses al triste espectáculo de comprobar la impotencia sindical y, en general, de todo el movimiento obrero: por mucho que se dé marcha atrás en el modesto Estado social que a duras penas habíamos construido, dudo mucho que los sindicatos puedan organizar una huelga general como las que plantaron cara al Gobierno socialista. Máxime cuando la única perspectiva de la sedicente izquierda es defender un statu quo ante que las circunstancias ya han mandado al desván de la historia. Importa recalcar el carácter conservador que hoy muestra la única izquierda sobreviviente, la socialdemócrata, sin otra visión que el regreso, por completo ilusorio, al pleno empleo, como eje generador del Estado de bienestar. La socialdemocracia se muestra al fin revolucionaria, pero en el sentido originario que se empleó en la astronomía: revolutio, vuelta al estado anterior, de revolvere, regresar.
Lo verdaderamente llamativo es la continuidad, no ya en las grandes líneas de la política, sino hasta en los más pequeños detalles, incluyendo los asuntos que una buena parte de los españoles, y con ellos el PP en la oposición, consideraron urgente enmendar. Como en el pasado, el Gobierno ha escogido al presidente del Consejo Superior del Poder Judicial, aunque luego parezca que lo eligen sus miembros; la televisión pública sigue al servicio del Gobierno y sin esperanza de que se modifique un reglamento del Congreso que le da la última palabra, quitándosela al parlamentario de a pie, tanto en pleno como en comisión monopolio de los portavoces, que sólo se rompe en el capítulo de preguntas. Pese al desfallecimiento de las instituciones democráticas en la última etapa socialista, nada, pero absolutamente nada, ha quedado de las promesas de revitalizarlas. Más aún, el PP ha conseguido lo que parecía imposible, superar al PSOE en la estructura piramidal del partido. En relación con lo manifestado por Álvarez Cascos en el conflicto que la dirección del PP ha desencadenado en estas últimas semanas contra su presidente en Cataluña, Aleix Vidal-Quadras, hasta pudiera pasar Alfonso Guerra en el modo de controlar el partido por un ejemplo de comportamiento democrático. La continuidad se impone en dos cuestiones que considero capitales y que la persecución, martirio y decapitación de Vidal-Quadras han puesto de relieve: la primera, se refiere a la estructura piramidal, no democrática, de los partidos; la segunda, dependiente de la anterior, supone una ampliación continua de los temas tabú que, por muy importantes que sean, van desapareciendo de la opinión pública, al estar vetados por los partidos.
Si a Vidal-Quadras lo designó la cúpula del partido, lo propio es que, sin esperar a que los afiliados en un congreso manifiesten su voluntad -nada pintaron cuando fue elegido, y nada les toca decir a la hora de su destitución-, se vaya a casa en cuanto haya perdido la confianza de los que le nombraron. La lógica de la argumentación es tan impecable como implacable, y nadie duda de que se corresponde con los datos de la realidad. Lo nuevo, dando una vuelta más a la tuerca, es que la dirección del PP lo haya manifestado abiertamente. El ascenso y, sobre todo, permanencia de un partido en el poder dependerían de su cohesión interna, lo que fácilmente se interpreta como un imperativo de obediencia total, no solamente a la hora de la acción, sino incluso al manifestar la opinión más simple. Ni siquiera en un ámbito universitario veraniego se permite a un intelectual con responsabilidades políticas decir sin tapujos lo que piensa. El que disienta en algún punto, que se calle o que se vaya. Resulta incompatible pensar por sí mismo y pertenecer a un partido, conclusión que no por archisabida me parece menos grave. Si, según él ideal ilustrado, la emancipación consiste en que cada cual llegue a pensar por sí mismo, al limitar los partidos políticos la expresión libre del pensamiento de sus afiliados, habría que combatirlos como a enemigos de la libertad. Los partidos, en vez de discutir y reelaborar las ideas que surgen en la sociedad, tal como se afirma que sería su función, se comportan más bien como el órgano encargado de ir trazando zonas prohibidas a la discusión pública.
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La inesperada continuidad
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Los partidos políticos, con una presencia social cada vez más débil y difusa, convertidos en estructuras monolíticas, organizadas de arriba para abajo, que sólo permiten ascender a los que den prueba segura de sumisión, más que un factor de cambio y de progreso, representan una pesada carga. Al no discutirse ya en su seno los temas candentes de la sociedad, pierden buena parte de su legitimación, de modo que hoy en Europa, con llamativa coincidencia, son el talón de Aquiles de las actuales democracias establecidas.
En vez de seguir apelando a un modelo ideal de partido, estructurado democráticamente, cada vez más alejado de la realidad, importa analizar los datos tal como se presentan, y desde ellos, ofrecer alternativas, desprendidas por completo de la idealización de un pasado que probablemente no existió- nunca y que, de haber existido, seguro que no retornará. Cómo en una Europa unida se puede acercar la democracia a los ciudadanos, teniendo en cuenta el poco juego que para este fin dan los partidos, es cuestión capital que hay que empezar a plantear con todas sus consecuencias.
Los resultados electorales de 1993 y 1996 han tenido la virtud de incluir en la larga lista de temas escabrosos o prohibidos, el del nacionalismo periférico. En la España oficial que dominan los partidos no cabe discutir ya los problemas, peligros y desgracias que acarrean los nacionalismos. El que se atreva a poner sobre el tapete las catástrofes que los viejos nacionalismos de los grandes Estados causaron en la Europa anterior a la segunda posguerra, o que están causando en la Europa del Este -el caso de la ex Yugoslavia es bastante aleccionador- pasa por un reaccionario inoportuno. Según un prejuicio propio del nacionalismo, toda crítica que se haga provendría de otro nacionalismo y, en consecuencia, detrás de los detractores del nacionalismo vasco o catalán habría que buscar un defensor oculto del nacionalismo español. Sospecha que, al menos, encaja con la crítica del nacionalismo periférico que había hecho el PP hasta las últimas elecciones. En discursos y escritos de Aznar, anteriores a su repentina conversión, cabe rastrear residuos de un nacionalismo español: "Si ellos pueden ser nacionalistas catalanes, nosotros tenemos el derecho de enorgullecernos de nuestro nacionalismo español". Un planteamiento nacionalista por ambas partes, en cuanto choque de dos irracionalidades, conduce directamente a la catástrofe. No cabe exagerar el elogio que merecen unos políticos pragmáticos que, empujados por la aritmética electoral, en este caso verdadera "astucia de la razón", supieron librarse de los prejuicios del viejo nacionalismo español, de forma tan brusca y contundente que no es verosímil que a mediano plazo la derecha pueda volver a las andadas. Aunque siempre sea factible, ya que el afán de sobrevivencia y, sobre todo, los intereses de clase han estado siempre por encima de los prejuicios nacionalistas, como dejó bien claro en múltiples ocasiones el nacionalismo agresivo del régimen anterior.
Un saludable distanciamiento del nacionalismo español no puede significar, sin embargo, dejar de cuestionar los demás nacionalismos peninsulares, de modo que los periféricos aparezcan como los únicos razonables. Me resulta insoportable el discurso que diferencia los nacionalismos malos, los de los grandes Estados, de los buenos, los de aquellos que tratan de salvar la identidad cultural y lingüística de pueblos que, por distintos azares de la historia, no consiguieron a su debido tiempo un Estado propio. Nada que objetar a los esfuerzos que se hagan por defender la identidad cultural y lingüística de un pueblo -la Europa unida que estamos construyendo pretende, justamente, reforzar estas identidades-, pero no multiplicando los Estados hasta abarcar a todas y cada una de las naciones que forman Europa, entre otras razones de mayor peso, porque difícilmente nos pondríamos de acuerdo en el número de naciones y extensión territorial de cada una. El nacionalismo pernicioso que hay que denunciar y combatir en la Europa de nuestros días es el que imagina que "no hay salvación fuera del Estado" y pretende uno para cada nación, como si con su falta, la identidad y la cultura de un pueblo estuvieran condenadas a perecer, sin considerar que todo lo vivo, también las culturas, con Estado o sin Estado, no tienen otro destino final.
El nacionalismo de los grandes Estados nacionales y el estatalismo emergente de las naciones sin Estado, en fin el nacionalismo, ni el bueno ni el malo, sino el realmente existente, aquel que confunde identidad nacional con soberanía política, se configura hoy como el obstáculo principal al proceso de unificación de Europa. Si el proyecto integrador de una Europa unida fallase -y el grado de integración que hemos alcanzado está muy lejos de ser irreversible-, los enfrentamientos nacionalistas en la península Ibérica podrían convertirla en los Balcanes. Al menos estará permitido decirlo sin embozo, y tal vez empezar a hacer algo, como por ejemplo la crítica contundente de todos los nacionalismos, para que semejante pronóstico no pueda llegar nunca a trágica realidad.Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.
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