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Tribuna
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Déficit público, política económica y pacto social

La economía española viene manteniendo durante años unos porcentajes de déficit público y, por consiguiente, unos incrementos de deuda pública que no son sostenibles a largo plazo. Esto indica que los presupuestos públicos se vienen confeccionando de modo que los servicios -en su sentido más amplio de gasto público que reciben los ciudadanos españoles, tiene un coste superior a lo que se paga por ellos, lo que está obligando a que el endeudamiento se acelere. En consecuencia, los servicios públicos que se vienen recibiendo no están asegurados para un futuro indefinido, pues no se van a poder mantener en las condiciones con que se financian actualmente.Introducir en un presupuesto público un nuevo servicio con cargo a un mayor déficit puede ser más o menos complejo, pero no debe crear en los ciudadanos la ilusión de que tal servicio está consolidado. La consolidación no se da hasta que no está resuelta la forma de pagar el servicio en el periodo en el que se percibe. Solamente aquellos servicios que supongan una mayor capitalización física y humana, que garantice un mayor crecimiento futuro y por tanto mayores ingresos públicos, serían susceptibles de financiarse. sistemáticamente a plazo. Cuando en una economía como la española se da un desequilibrio importante en la financiación de los servicios públicos conviene reconocerlo y corregirlo cuanto antes.

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En la discusión socio-política de finales de 1995 y principios de 1996 pudo transmitirse el mensaje de que la reducción del déficit público era posible, sin grandes costes para los ciudadanos. Para que esto sea así se necesita que haya una capacidad de maniobra amplia en materia de reducción de gastos públicos superfluos y que exista campo para mejorar la eficiencia del sector público. Probablemente eso es así, pero la reducción inmediata de gastos superfluos parece muy limitada y el aumento de la eficiencia del sector público, siendo un tema que necesita abordarse urgentemente, va a requerir un planteamiento a medio plazo. Asimismo, las ganancias en eficiencia en las empresas públicas deficitarias tampoco van a ser espectaculares en 1996 y 1997.

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La conclusión de todo lo anterior es que la reducción inmediata del déficit público tendrá que ser costosa para los ciudadanos, bien porque suban los impuestos y las tasas o bien porque manteniendo los mismos impuestos haya que reducir las prestaciones públicas. Si esto es así, convendría alcanzar un consenso más o menos explícito entre el poder público y los ciudadanos sobre cómo se va a reducir ahora el déficit. En esta especie de pacto social, el poder político tendría qué presentar un plan de prioridades de gasto público y realizar compromisos explícitos a medio plazo con fechas concretas sobre una reforma presupuestaria y administrativa. A su vez, los ciudadanos tendrían que aceptar el coste de la reducción del déficit público.

En esa actitud de consenso se podría diseñar la reducción del déficit público aplicando las medidas que pudiesen ser más apropiadas. En este sentido, habría que convenir primero qué gastos públicos se pueden reducir o eliminar. Este es, probablemente, el aspecto más importante y difícil en el tema que nos ocupa, y debería de tratarse con rigor y sin prejuicios. Además, la discusión sobre la composición del gasto público será larga y no convendría cerrarla con la confección de los Presupuestos de 1997: Si como es lo más probable, a partir de un cierto acuerdo sobre los gastos, éstos continúan siendo en 1997 superiores a los ingresos, habrá que convenir qué impuestos y tasas se aumentan. Los impuestos directos tienen, al menos teóricamente, un carácter progresivo que hace que, en principio, su aumento tenga efectos redistributivos. Sin embargo, en España una mayor carga impositiva a través del IRPF que no reduzca las propiedades redistributivas actuales que se le atribuyen, no parece fácil de implantar. El impuesto directo sobre las empresas tiene tasas muy similares a las de los países de nuestro entorno y tampoco deja mucho margen para una mayor carga impositiva a través del mismo.

En el capítulo de impuestos indirectos, una subida. del tipo impositivo del IVA aparece como una medida razonable, pues su efecto en la inflación sería meramente transitorio si se diese el compromiso de los agentes de no indiciar las rentas en relación al aumento de los precios generada por el cambio impositivo. A su vez, el aumento del IVA no resta competitividad a la: producción nacional frente a la extranjera. Sin la actitud mencionada de consenso social, la subida de los impuestos indirectos puede llevar a una espiral inflacionista, pero reacciones similares cabría esperar si el aumento de impuestos indirectos se sustituye, en todo o en parte, por el incremento o implantación de nuevas tasa en los servicios públicos, por la subida de impuestos directos o por la reducción de prestaciones sociales. El alza en estos momentos de los impuestos indirectos repercutiría en la tasa con que se medirá si se cumple o no el criterio de con vergencia correspondiente a la inflación, establecido en el Tratado de Maastricht. No obstante, se podría defender ante los socios europeos que, para los países que hubiesen modificado el IVA, se desconta rá el efecto del cambio del IVA en el IPC, o que el cumplimiento del criterio de con vergencia se midiera por la tasa de crecimiento medio del IPC en el primer trimestre de 1998 respecto al mismo periodo de

Los impuestos indirectos especiales, como su nombre indica, tienen una naturaleza y justificación específica, y en el sistema fiscal no se introducen como un instrumento general de recaudación. No obstante, el impuesto sobre los carburantes se está convirtiendo cada vez más en un medio de recaudación que afecta a todos, los ciudadanos. El incremento de este impuesto es otra de las medidas factibles para aumentar los ingresos públicos.

La introdución o subida de tasas sobre determinados servicios públicos de carácter general (transporte, educación, sanidad, etcétera) puede ser, en algunos de ellos, algo complejo para ser implantado con prontitud, especialmente si se quieren mantener determinados niveles de solidaridad y lograr un cierto equilibrio entre la mejora de infraestructuras y los impuestos que afecten a sectores productivos como el transporte.

En los párrafos anteriores se han comentado las principales medidas que podrían discutirse en un ambiente social consciente de la necesidad de alcanzar un consenso. Ante la ausencia de un pacto social para: la reducción del déficit público, el poder político la realizará aplicando las medidas que menor contestación social susciten. Detectar adecuadamente esto último podría contemplarse como un modo de sustituir el pacto social, y, en parte, el haber ido anunciando de forma sucesiva que diferentes medidas para reducir el déficil eran susceptibles de ser incorporadas en los presupuestos de 1997, ha podido. servir para captar qué tipos de medidas eran las más controvertidas. Sin embargo, este procedimiento puede acarrear el peligro de acaba perjudicando más a los grupos sociales que, por diferentes razones, tengan menor poder de contestación.

En conclusión, la economía española no sólo necesita una política económica global y coordinada para reducir los desequilibrios que frenan sus posibilidades de crecimiento firme en el futuro, sino que es también necesaria su aceptación por parte de los ciudadanos y que todo ello se enmarque en compromisos a medio plazo sobre reformas difíciles, como la administrativa. Sin esta doble coordinación pública y privada y de acciones a corto y medio plazo, los efectos de las políticas económicas serán menos efectivos y más lentos e inciertos.

Antoni Espasa es director del Boletín IPC de la Universidad Carlos III de Madrid.

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