La reelección presidencial en América Latina
Sería absurdo atribuir todas las tribulaciones actuales de México a su Gobierno anterior, presidido por Carlos Salinas de Gortari. Peor aún resultaría responsabilizar de trances tales y como una crisis económica que no termina, una espiral ascendiente de violencia, una desigualdad creciente y una zozobra generalizada a intenciones no comprobadas de un mandatario. Pero son tantos los políticos mexicanos sagaces y bien informados, y tantos los casos latinoamericanos análogos, que uno no puede dejar de pensar que el empeño de Salinas de Gortari de lograr la primera reelección de un presidente mexicano desde Álvaro Obregón en 1928, explica muchas de las calamidades que agobian al país.Se sospecha en México que primero Salinas quiso modificar la Constitución y ser reelecto él, en 1994. Luego, cuando eso no fue posible, se especula que designó a Luis Donaldo Colosio como candidato del PRI para que permitiera el retorno de su predecesor en 1998. Y cuando murió Colosio, se pensó que nombró a Ernesto Zedillo en su lugar y se negó a facilitarle la sucesión, para colocarse en reserva de la república cuando la inexperiencia del sucesor y las dificultades económicas le estallaran en las manos.
Por todo ello, y muchas otras razones, quizás convenga una breve reflexión sobre una nueva moda política latinoamericana: la reelección presidencial. Existía hasta hace poco una tradición breve, pero vigorosa que la prohibe, tanto en México -desde 1928- como en Argentina -después de la reelección de Perón en 1952-, en Brasil, en Perú y en Colombia. En Venezuela se permite -de allí que Rafael Caldera sea presidente-, aunque con varios periodos entre una presidencia y otra, como en el caso de Carlos Andrés Pérez, reelecto en 1988 después de ser presidente en los años setenta. Pero de repente, muchos mandatarios latinoamericanos se han propuesto modificar las, respectivas disposiciones constitucionales de sus países y ser reelegidos, aduciendo varios motivos. El más socorrido es del plazo necesario para llevar a cabo un programa exitoso y popular: cuatro, cinco o incluso seis años, sencillamente no bastan. Otra argumentación que se suele esgrimir consiste en preguntar por qué no: si en todas las democracias se permite la reelección, ¿por qué no debe imperar una norma semejante en América Latina, ahora que la democracia se ha restaurado, o en todo caso arraigado, en nuestras latitudes?
Alberto Fujimori cambió la Constitución peruana una vez, fue reelecto, y ahora la ha vuelto a enmendar, para poder presentarse de nuevo ante el electorado en el año 2000. Si todo le funciona, habrá permanecido 15 años en el poder por la vía de las urnas, más que muchos dictadores retratados en la literatura latinoamericana. Carlos Menem logró el aval de parte de la oposición argentina para modificar la Constitución de su país, y el ano pasado se hizo reelegir en la primera ronda. de una elección de dos vueltas. Y ahora Fernando Henrique Cardoso ha girado instrucciones a los diputados de los partidos de su coalición para que, antes de los comicios municipales de octubre y noviembre de este año, se modifique la Constitución brasileña para permitir la reelección en 1999, -lo que le brindaría la oportunidad de presentarse para un segundo mandato de cinco años.
¿Pero qué sucede en estos países? En México, el intento fallido de Salinas de Gortari desembocó en el caos económico, social y político que vive hoy el país: guerrillas en varios Estados de la república, una economía indefinidamente estancada y una cascada de revelaciones de corrupción, conspiraciones y complicidades político-empresariales al más alto nivel. En Perú resurge Sendero Luminoso, las acusaciones de contubernio de los principales asesores presidenciales con el narcotráfico sacuden al Gobierno, la economía deja de crecer por el desequilibrio irresoluble de las cuentas externas. En Argentina, la economía no termina de- salir de la recesión supuestamente provocada por el efecto tequila del año pasado, las pugnas internas en el menemismo se agudizan, la oposición se unifica. Todos -políticos, empresarios, cuerpos diplomáticos- se preguntan cómo un presidente desgastado, deprimido y aislado, cuyo índice de aceptación en las últimas encuestas ha caído al 19%, podrá gobernar durante tres años y medio más, en un país donde los problemas se acumulan y las soluciones se demoran cada vez más.
Y por último, el caso de Brasil da mucho en qué pensar. Nadie puede cuestionar, las credenciales democráticas de Fernando Henrique Cardoso; tampoco suena absurdo el postulado según el cual se necesita más tiempo para llevar a cabo las reformas que se propone. Si los brasileños no están de acuerdo con su programa, pueden votar por otro; si apoyan su proyecto, conviene que le den el tiempo y la fuerza para realizarlo. Y, sin embargo, es evidente que el intento ha provocado un amplio malestar en la clase política de Brasil: antiguos partidarios de Cardoso, como Itamar Franco y Ciro Gomes, se han opuesto a la medida, y las encuestas, por lo menos en el Estado de Sâo Paulo, muestran un electorado escéptico y opuesto a la reelección. Como reza el dicho mexicano, a Cardoso y a sus colegas latinoamericanos les puede salir más caro el caldo que las albóndigas: mayor el costo para. alcanzar la reelección que sus beneficios.
Quizás frente a uno de los principales denominadores comunes a todos estos casos -la aprobación externa por ejecutar un proyecto afín a los intereses y preferencias de la comunidad financiera internacional- los latinoamericanos reaccionen de manera extraña. Primero votan, después, se arrepienten; las consecuencias de una estancia en el poder demasiado larga primero se demoran, luego asuelan a estos países.
De existir esa especie de maleficio regional, no carecería de justificación: en un continente donde los gobernantes se han eternizado en el poder, quizás falte tiempo antes de que las sociedades, en su sabiduría silenciosa e intuitiva, acepten ambiciones continuistas, por democráticas que parezcan. A lo mejor tienen razón: es preferible pecar por exceso de memoria que por recuerdos fugaces y frívolos.
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