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Ni radicales, ni patriotas, ni jóvenes

A la hora de juzgar sobre los recientes incidentes en el País Vasco deberíamos empezar por reclamar el sentido mismo de las palabras. La primera razón podría ser que en el último comunicado de Jarrai se acusa al Estado español de cometer barbaridades con tal falta de ortografía (escrita con uve) que provoca el inmediato recurso al diccionario. En él se nos informa que "radical" equivale a perteneciente o relativo a la raíz. Sólo la tercera acepción nos remite a un contenido político del término que de todos los modos no es de aplicación para el caso: "Partidario de reformas extremas, especialmente en sentido democrático". La cuarta, al identificarlo como "extremoso" e "intransigente" parece demasiado blanda para el caso.Los jóvenes de Jarrai no son, pues, radicales. Tampoco son patriotas. El problema del País Vasco no es ya dé identidad nacional ni de lengua, más vivas que nunca. Reside en el declive económico que le ha llevado desde el primer puesto del ranking estatal al octavo en tan sólo el periodo 1975-1991. La virtual ausencia de inversión extranjera prueba que la violencia se ha convertido en un factor autónomo, y determinante. En Ardor guerrero describe Muñoz Molina esa sorda marea de ciega violencia que periódicamente conmovía el San Sebastián en que hizo su servicio militar. Patriotismo es reconocer que, desde entonces, muchas cosas han cambiado.

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No son radicales, ni, son patriotas, pero ¿cabe definirlos como "niñatos" lanzados por otros a la brutalidad y luego abandonados a la estacada? ¿Se puede encontrar la clave de los incidentes en una especie de pecado colectivo o responsabilidad difusa de la sociedad vasca que ,no ha sabido educarlos, ni inculcarles otros principios? Ambos diagnósticos son más certeros pero les falta, a mi modo de ver, un par de claves importantes.

La primera se refiere a la pétrea consistencia de esa estrategia diseñada en su día por Krutwig, el principal teórico de ETA, que consiste en promover una acción, violenta para provocar la reacción y seguirla de otra acción más violenta todavía. El reciclaje del atentado por bomba a base de quinceañeros y de otros procedimientos puede ser testimonio de carencia de medios o de imaginación, pero nos remite, en definitiva, a la lentitud geológica con la que se producen los cambios en el entorno del terrorismo. Más importante que eso es que lae verdadera cuestión sobre los protagonistas de los incidentes consiste en hasta qué punto son jóvenes. Hoy habrá quien identifique a un detenido con toda la juventud vasca, pero eso, por supuesto, no es otra cosa que tomar la parte por el todo. La juventud. vasca son también esos admirables voluntarios que emplean generosamente su tiempo en la protesta silenciosa contra toda violencia.

Hay un lado oscuro de la juventud que poco tiene que ver con todo eso. Consiste en no querer tener razón ni razones, sino imponerse, porque sí, a los demás. Se basa en el uso bárbaro de la violencia no como última instancia, sino como recurso inmediato y único. No tiene nada de original porque siempre, desde el pasado más remoto, ha existido una cínica actitud nihilista que consiste en descubrir la heroicidad en el deshacer (o, mejor aún, tratar de deshacer, pues nunca acaba por conseguirlo). ' Tiene uno de sus principales apoyos en la sensación de que se puede hacer todo sin que se corra el peligro de ser responsabilizado de nada. Esa juventud no se deja utilizar por el fascismo, sino que es el fascismo mismo. No son jóvenes, sino que en las sonrisas de quienes trataron de pasar a un ertzaina por un remedo de horno crematorio se adivina la actitud de un "señorito" autosatisfecho y convencido de la impunidad. Unos mayores mediocres, puro ejemplo de regresión mental, les han enseñado que es pro gresista refocilarse en un paro juvenil del 50% porque de ahí surge la protesta y les han dotado de una justificación "teórica" para la praxis del desastrado Cojo Manteca, pero esta vez con cócteles mólotov.

A la espiral de Krutwig nunca se deberá responder de la manera que él deseaba, pero parece obvio que la solución reside no en el gimoteo confuso y el lamento jeremíaco sobre males universales, sino en la responsabilización y la sanción concretas y viables en un plazo razonable de tiempo.

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