La voz de alarma de los científicos españoles
A mis profesores del Blasco Ibáñez (1937)"La experiencia de estos últimos años ha enseñado que toda precaución es poca para evitar el retroceso mental del novel investigador y su readaptación a la vulgaridad ambiente,", escribía Cajal en 1913, en el capítulo XI añadido a su libro de 1897 Reglas y consejos para la investigación científica (discurso de su ingreso en la Academia de Ciencias, 5 de diciembre de 1897). Los eminentes hombres de ciencia españoles que hicieron pública, recientemente, en el ámbito veraniego de la Universidad Complutense, su carta (o manifiesto) dirigida al jefe del Estado y, en verdad, a España toda, tenían presente, sin duda, las palabras de hace casi exactamente un siglo en aquella memorable ocasión.
Recordemos, además, que diez años más tarde, en 1907, fue creada por el Gobierno de la Monarquía constitucional la Junta de Pensiones y Ampliación de Estudios en el Extranjero, presidida justamente por Cajal, que había sido galardonado con el Premio Nobel de Medicina en 1906. Y no sería arbitrario suponer que el resonante gesto de la academia sueca contribuyó notablemente a la realización institucional del "programa" expuesto, desde principios del siglo, por los profesores universitarios (¡y por políticos como el conde de Romanones!) que habían conseguido que se creara el Ministerio de Instrucción Pública.
El "manifiesto" de El Escorial constituye así un documento intelectual español que debe situarse en la historia que se inició en 1876 con la fundación de la Institución Libre de Enseñanza por don Francisco Giner de los Ríos y otros universitarios afines. Esto es, los científicos firmantes del "manifiesto" aludido han sido manifiestamente conscientes de su propia historia intelectual hispánica -que cabría centrar en el paradigma representado por Cajal- y han querido así apelar a todos sus compatriotas deseosos de elevar las miras colectivas de esta hora de España.
El "manifiesto" es una admirable exposición del progreso de la investigación científica en las tres últimas décadas y de la preocupación de los firmantes por los indicios institucionales de las nuevas circunstancias políticas: por ejemplo, la eliminación del vocablo ciencia en la designación del ministerio responsable de la enseñanza estatal. No es, desde luego, una declaración "partidista", y quienes así lo vieran confirmarían los temores de los autores del texto escurialense. Ni tampoco mueven a los lectores del "manifiesto" ajenos a los actos "internos" previos a su redacción final y consiguiente publicidad (como lo son el firmante de este artículo y muy diversas, ideológicamente, personas que se lo han manifestado) más razones que las expuestas por Cajal en el breve texto citado al comienzo de estas líneas.
Porque son los nuestros, palpablemente, días de "retroceso mental" -téngase presente la enorme tragedia en la primera potencia científica mundial, cuyos investigadores ven mermadas las ayudas del Gobierno federal-, y, por lo tanto, se explica que los científicos españoles teman que los gobernantes actuales puedan "recortar" los presupuestos relativos a la ciencia. De ahí que se hayan agrupado para dar la voz de alarma en un insólito lugar, pero que les ofrecía indudablemente una segura atención periodística. Su apelación al Rey y al Gobierno es semejante a la de Cajal en los capítulos adicionales de 1912 a su discurso académico de 1896 y particularmente el décimo: "Deberes del Estado en relación con la producción científica". Reconocía Cajal que desde 1907 -año de la fundación de la legendaria Junta- se había adelantado considerablemente en España en el reconocimiento estatal de la importancia de la actividad científica: aunque no quería realzar demasiado la efectividad de la Junta, pues él mismo la presidía. Mas Cajal reiteraba, sobre todo, lo que había dicho públicamente desde 1896, que el atraso científico de España era remediable (como lo mostraba su mismo caso), ya que un español podía, si quería, contribuir al desarrollo de la ciencia uni versal.
Y es patente, desde hace ya varias décadas españolas, que el ejemplo de Cajal fue un fac tor decisivo en el progreso científico español del primer tercio de este, siglo (murió en 1934). Su libro mencionado -Reglas y consejos para la investigación científica- tuvo efectos quijotescos en miles de jóvenes españoles: así, recuerdo el entusiasmo de un grupo de estudiantes de bachillerato (cursábamos el cuarto año del plan de 1932) en la Valencia de la primavera de 1937 que se proponían consagrarse a la ciencia como labor patriótica. Recordemos que un propósito de Cajal era verdadera mente quijotesco -¡y lo sigue siendo!-: el de impedir que muchos prometedores estudiantes "cayeran sin redención en el montón anónimo de los buscadores de oro". Cajal apuntaba así a las dificultades, para realizar una vocación científica,. encontradas en so ciedades dominadas por los sempiternos afanes de lucro personal. Aquí, precisamente, cabe observar que el "manifiesto" escurialense parece mostrar que los científicos españoles no señalan (como lo hace repetidamente Cajal) que el atraso de España debe atribuirse también a la ausencia de un número suficiente de vocaciones científicas. ¿Quiénes entre los jóvenes con talento se inclinarían por una carrera universitaria que no lleva necesariamente a las pingües retribuciones de bufetes jurídicos o de empresas financieras?
Me apresuro a indicar que se trata de una cuestión de vastas dimensiones geográficas y sociales. He visto, durante mis largos años de docencia en la Universidad de Harvard, cómo los egresados de nuestro college (cuatro años preliminares para unos y finales para otros alumnos) crecientemente dirigían sus ambiciones pro fesionales hacia la Facultad de Derecho y la Escuela de Administración de Negocios. Hasta tal punto, que el mismo presidente de Harvard (antiguo decano, justamente, de Derecho) lamentó pública y notoria mente el excesivo predominio de los abogados entre los graduados de su institución.
Además, también contrastaba, entre estos últimos y los de su propia generación, unos veinte años antes, el escasísimo número de los encaminados a conseguir ser abogados del Estado (en una acepción enteramente diferente a la "latina europea"): esto es, la casi absoluta mayoría de los noveles abogados desechaban las oportunidades quijotescas de Washington para ingresar con sueldos altísimos -"profesor, me da vergüenza decirle cuánto gano", me confesaba un alumno recién graduado de Harvard- en los más importantes bufetes del país.
No estoy en ningún "cerro de Ubeda": la triste proliferación actual de las universidades privadas españolas equivale simplemente a facilitar las tareas futuras de los que Cajal llamaba (con su usual y sano humor) "los buscadores de oro".
En conclusión, me permito proponer ' a los científicos de El Escorial complutense que repasen las páginas de Cajal una vez más y consideren en qué medida son actuales muchos de sus consejos y observaciones. Es más, quizás debiera hacerse una nueva edición de aquel libro preparada especialmente para los estudiantes de bachillerato. ¿Y no será acaso esperanzador que la nueva sangre (como pedía Juan Negrín en 1929) que nutrirá los institutos de segunda enseñanza llegue un día a realizar los sueños de Cajal?
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