La responsabilidad política del Supremo
En una de sus últimas columnas, Javier Pérez Royo señalaba que si el PSOE no está ejerciendo, una oposición fuerte era porque así lo había planificado, de modo que serían "asombrosas" las interpretaciones que, como alguna mía, sostenían que, enfangado como está en vericuetos judiciales de todo tipo se halla incapacitado para actuar de partido de la oposición. Lamentablemente, Pérez Royo sostenía su tesis el mismo día en que el Tribunal Supremo sentaba en el banquillo de los acusados al ex ministro del Interior y nuevo diputado por Madrid, Barrionuevo, y al ex secretario de Estado para la Seguridad Rafael Vera, poco después del nuevo escándalo de Navarra, del de Ródríguez Colorado y del de Siemens, cuando se inicia la investigación del patrimonio de los ex altos cargos de Interior y, sobre todo, pendientes de que el Supremo llame a declarar a Felipe González.No es por fortuna frecuente que un ex presidente del Gobierno se encuentre en la tesitura de ser llamado a declarar como testigo en un caso de asesinato. Si a ello se añade la posibilidad, remota pero existente, de que entre como testigo pero salga como imputado -¿qué ocurriría si González decidiera asumir personalmente la responsabilidad del caso GAL?-, la gravedad de la situación aumenta considerablemente. Y si a ello se añade que ese ex presidente es el actual jefe de la oposición el riesgo de desestabilización institucional se acrecienta. De modo que los españoles nos enfrentamos hoy a la posibilidad de que uno de los tres ex presidentes de la nueva democracia española y el actual jefe de la oposición sea procesado por asesinato. Ello sería quizá el envite más fuerte recibido por la democracia desde el golpe de Estado y un durísimo golpe a la imagen política de España en el mundo.
La decisión que debe adoptar el Tribunal Supremo es pues extremadamente importante y difícil: de una parte, decidir si la defensa del señor Damborenea exige llamar a González a prestar testimonio; de otra si, en caso afirmativo, solicita o no el suplicatorio al Congreso para cubrir la eventualidad de que sus declaraciones sean autoinculpatorias. Se trata pues de una de esas escasas ocasiones en que la seriedad, in dependencia y rigor de una institución es puesta a prueba. Lo que haga, cómo lo haga y por qué, va a ser objeto de escrutinio público ahora y de análisis técnico más tarde, sentando un precedente jurídico que, por su excepcionalidad, desborda el marco del derecho público español. Se trata además de una decisión que, por su alcance político, desborda también el marco jurídico constitucionalmente atribuido al Supremo.
Ello es sin duda irritante pues la estrategia de elusión de responsabilidades políticas que de modo insensato ha seguido el PSOE, politizando la justicia, alcanza ahora su cenit: el máximo órgano jurisdiccional se ve obligado a enjuiciar no ya a la primera ex magistratura sino a la segunda magistratura actual. La decisión es, qué duda cabe, jurídica; sus consecuencias son, sobre todo y ante todo, políticas.
De modo que, inevitablemente -y al igual que en su día tuvo que hacer la Corte constitucional con -la expropiacion de Rumasa- el Tribunal Supremo debe sopesar la corrección técnica de su decisión con las consecuencias políticas que pueda tener, combinando la ética de los principios (fiat justicia et pereat mundus) con la de la responsabilidad. El PSOE ha jugado la arriesgadísima baza de eludir sus evidentes responsabilidades políticas para posponerlas todas al terreno penal; el Tribunal Supremo, por el contrario, no tiene así más remedio que asumir la responsabilidad propia más la que le han trasladado, de modo que no puede obviar preguntas como las siguientes: ¿a quién beneficia la imagen de un ex presidente declarando como testigo en un caso de asesinato antiterrorista?, ¿a quién beneficia su procesamiento?, ¿los beneficios colectivos son superiores a los perjuicios colectivos?, ¿qué ganamos los españoles con todo ello?
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