Peñas abajo
Un descenso por el recién nacido Lozoya, lejos de las multitudes que han arrasado la laguna Grande
La laguna de Peñalara se muere. El césped que la cortejaba con mil sonrisas de azafrán se ha marchitado, la tierra del derredor se la están hurtando los aguaceros y los vendavales, y cualquier día de éstos se desangrará por entre las rocas de sus márgenes. Los doctores ya no saben qué hacer: han balizado caminos con estacas para senderear a los demasiados visitantes, han acordonado el perímetro de la charca e incluso han instalado un sistema de riego por goteo para ver si reverdece el cervuno protector. Sólo les falta trasladarla, con sus millones de peñas, al hospital de La Paz.Cuando la naturaleza enferma, los doctores en medio ambiente suelen cortar por lo sano. Qué remedio: tender un cable de acero alrededor de la laguna Grande cuesta cuatro duros, mientras que persuadir a los domingueros de que existen en Peñalara docenas de alternativas al pic-nic lagunero exige unos millones de inversión en personal, señalización y publicidad que la consejería del ramo no parece tener ganas. La naturaleza ha invertido 20.000 años para labrar en el gneis la hoya que luego colmaron las aguas; un glaciar fue su formidable herramienta. El hombre, a cambio, sólo ha puesto telesillas, manteles a cuadros y latas de atún.
Ya que las autoridades no pueden (o no saben), conviene informar aquí de que el puerto de los Cotos es el punto de partida para facilísimas ascensiones a las cimas de Dos Hermanas, Peña Cítores y Peñalara. Adentrarse en el pinar de los Belgas por el camino del Palero, orillar el arroyo de la Angostura o aventurarse por el risco de los Claveles hacia la laguna de los Pájaros son planes mas gratos que abrirse paso a codazos por la orilla de la multitudinaria laguna Grande. Otro, mayor si cabe, descender por el río Peñalara.
Aunque ha quien sostiene que el río Lozoya tiene su nacimiento en las Guarramillas (vulgo, Bola del Mundo), razones sin duda de prestigio turístico han deparado habitualmente este honor a la laguna Grande de Peñalara. Sea como fuere, el caminante se acercará hasta uno, de los primerísimos veneros del más potable de los ríos madrileños por la pista que arranca junto a la estación del telesilla, en Cotos, abandonándola poco después de la primera revuelta -ojo en esta curva a las colosales Cabezas de Hierro, gemelas de 2.380 metros- para tomar a mano derecha un sendero claramente señalizado, cosa rara.
Faldeando el macizo sobre la cota de los 1.900 metros, la sonda desemboca junto al arroyo de la Laguna, a la altura de una caseta y una mínima presa, aguas abajo de la laguna Grande, que será menester dejar en paz por una temporada.
Por el arroyo de la Laguna (luego río Peñalara, luego de la Angostura, luego Lozoya) no desciende nunca nadie. Sólo las vacas y las salamandras. Ello explica que no haya vereda, sendero, ni trocha qué corran a su vera. Para seguir su curso, preciso es brincar de cancho en cancho, salvar las tollas, buscar los pasos abiertos por las reses entre, los piornos y los enebros, cambiar de margen a golpes de intuición, firmes y resueltos. La bajada tiene bemoles: más de 300 metros en apenas dos kilómetros. Pero chapuzarse cual tritón en una arcana poza relaja las piernas un montón.
A medio kilómetro de la carretera Cotos-Rascafría, el río Peñalara enhebra su primer puente: una tosca pasadera de troncos. Por él cruza el sendero GR-10, señalizado con pintura roja y blanca, que el excursionista habrá de seguir hacia la derecha para regresar al puerto, culebreando monte arriba. Se trata del histórico camino del Palero, de los paleros o leñadores que en el alborear del siglo pintaba Enrique de Mesa en su celda del Paular: "De su pinar se toman los hacheros: / aire lento y cansino; / en los hombros, las hachas, / y en los gastados filos, / un reflejo fugaz, que a ratos hiere / los semblantes cetrinos".
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