Los secretos oficiales y su control
Según el autor, ni la crítica del sistema legal ni la instrucción de un delito muy grave autorizan aburlar la ley o adoptar iniciativas que cuestionen la operatividad de un mecanismo necesario para la libertad y seguridad de todos.
La primera cuestión es si deben existir o no secretos oficiales o de Estado, pues, si se contesta negativamente a esta pregunta, todo o demás sobra. En principio, nadie niega frontalmente que ese tipo de secretos deba existir, aunque en algunas de las manifestaciones que se han publicado estos días subyace una crítica de fondo a su misma existencia.Sin embargo, los servicios secretos, los fondos reservados y, por tanto, los secretos oficiales son, aquí como en cualquier Estado democrático, instrumentos necesarios -desgraciadamente necesarios- para velar por la seguridad ciudadana, por la pacífica convivencia democrática y por la defensa nacional. Este es el fin legítimo de los secretos de Estado y su justificación -no hace falta ser más explícito- deriva de la amenaza de bandas terroristas, del crimen organizado, de potenciales -pero no inverosímiles- conflictos exteriores, amenazas que precisan prevenirse y combatirse con los medios adecuados.Por eso nuestra Constitución, que prevé un derecho general de acceso de los ciudadanos a las informaciones en poder de las administraciones públicas y, por ende, un principio general de transparencia administrativa -por cierto, tan poco respetado en materias mucho menos trascendentes, pero importantes para la vida cotidiana del ciudadano-, exceptúa de ese derecho lo que afecte a la seguridad y defensa del Estado, junto a lo que afecte a la averiguación de los delitos y a la intimidad de las personas (artículo 105.b). La existencia de los secretos oficiales no sólo tiene, pues, una justificación lógica, sino también un respaldo constitucional.
La segunda cuestión es qué son secretos oficiales y a quién corresponde determinarlos. Según la legislación vigente, esa competencia corresponde, de manera intransferible e indelegable, al Gobierno -en su caso, a la Junta de Jefes de Estado Mayor-, que puede clasificar como materia secreta o reservada todo acto, asunto, documento o información cuyo conocimiento por personas no autorizadas pueda poner en riesgo la seguridad y defensa del Estado.
Podría pensarse en la conveniencia de que esta función se, atribuyera a otro órgano. Por ejemplo, a una comisión parlamentaria, o a una autoridad o junta independiente o a un órgano mixto con presencia judicial. Pero lo más lógico es que siga constituyendo una competencia intransferible del Gobierno, porque es inherente a la protección de la seguridad ciudadana y de la defensa nacional y es el Gobierno el que tiene la suprema responsabilidad política sobre estos asuntos, como se deduce del artículo 97 de la Constitución.
Naturalemente, el Gobierno debe ejercer este cometido, como cualquier otro, de acuerdo con la ley. En este sentido es necesario mejorar el texto de la Ley de Secretos Oficiales, entre otras cosas para definir con más precisión qué tipo de documentos o informaciones pueden clasificarse, como secretas, ya que hoy en día a discrecionalidad de que goza el Consejo de Ministros es demasiado amplia y sus límites muy indefinidos. Pero, dentro de los límites legales, cuya observancia está sujeta al control judicial, la decisión de clasificar o desclasificar una información, valorando si su difusión o transmisión a terceros -incluidos los órganos judiciales puede constituir un riesgo para la seguridad pública, es una decisión estrictamente política, un característico acto de gobierno.
Sólo el Consejo de Ministros puede adoptarla, porque sólo este órgano responde políticamente el acierto o del error de la decisión. En esta tarea, el Gobierno o puede ser sustituido por ningún otro órgano, ni siquiera por os jueces, porque la función de éstos es hacer cumplir la ley y no adoptar decisiones sobre la base de valoraciones políticas. Los tribunales pueden controlar, por consiguiente, si la información clasificada es de las que pueden ser declaradas secretas según la ley, pero no si una materia clasificable y clasificada debe o no ser difundida, formulando apreciaciones sobre su relación con la protección de la seguridad ciudadana que no les corresponden y de las que en ningún caso responderían políticamente.Ahora bien -y ésta es la tercera cuestión-, como es, evidente que los servicios secretos y los fondos reservados pueden dedicarse a actividades ilícitas y, en cualquier caso, distintas de las que legitiman su existencia y así lo ha demostrado sobradamente la experiencia reciente, es claro que deben someterse a algún tipo de control, frente al que la simple declaración de secreto oficial no puede constituir una barrera. Es más, la existencia de un control sobre los servicios secretos y los fondos reservados y sobre la dirección y disposición gubernativa de unos y otros distingue el régimen de los secretos oficiales de los Estados democráticos de aquéllos que no lo son. El problema reside, entonces, en compatibilizar la naturaleza secreta que ciertas informaciones deben tener con el control del Gobierno, control que de alguna manera exige poner esas mismas informaciones a disposición de un órgano controlador.
En nuestro Derecho, al igual que en otros países de nuestro entorno, el control de los secretos oficiales se concentra en el Parlamento. Mediante el control parlamentario, perfeccionado tras los últimos escándalos, lo que se pretende no es atribuir a los diputados la decisión sobre lo que es o no es clasificable como secreto, sino garantizar que las actividades secretas y los fondos reservados se destinen al fin que los legitima y que no se utilicen desviadamente, para fines espurios o con infracción de los derechos de los ciudadanos. Lógicamente, la eficacia de este sistema de control depende del prestigio y de la fiabilidad de quienes lo ejercen, pues en ningún caso puede suponer una vía para desvelar secretos oficiales. Por eso, el control se confía a una comisión específica y restringida, cuyos miembros están obligados a guardar el secreto de las informaciones que conocen por pertenecer a ella. Cosa distinta es que pueda criticarse políticamente, incluso en sede parlamentaria, la negativa del Gobierno a desclasificar ciertos documentos. Esta crítica es siempre lícita, pero el debate consiguiente difícilmente puede pasar de un debate de ideas y de principios a un debate más concreto sobre hechos, so pena de conculcar el deber de secreto.
Lo que se plantea ahora, sin embargo, es si, junto al control parlamentario, debe existir también un control judicial difuso, de manera que cualquier juez pueda conocer y utilizar secretos oficiales en la medida necesaria para la averiguación de los delitos. Pero es muy dudoso que este tipo de control sea compatible con el necesario mantenimiento de los secretos oficiales. Primero, porque las resoluciones judiciales deben ser motivadas, con exposición de los hechos en que se fundan, lo que constituye una absoluta exigencia constitucional -es la motivación en Derecho lo que legitima decisiones que pueden ser muy graves para la libertad, la imagen y el patrimonio de los ciudadanos- Además, la facilidad con que en el pasado reciente informaciones sumariales que en principio deberían haber sido secretas salieron a la luz pública suscita muy serias reservas sobre la utilización que en algunos ámbitos judiciales pueda hacerse los secretos oficiales. Dicho de manera suave, está claro que ese tipo de filtraciones o revelaciones no ha contribuido precisamente a reforzar la credibilidad de la justicia, consecuencia sobre la que debería reflexionar más a menudo. Desde luego, un juez puede solicitar del Gobierno que una información secreta sea desclasificada. Pero, si el Gobierno, bajo su exclusiva responsabilidad, desestima la petición de acuerdo con la ley, es necesario atenerse a esa decisión.
Se dirá que entonces el mantenimiento de ciertos secretos puede dificultar la investigación de los delitos. Y es verdad. Pero esta potestad judicial, como cualquier otra pública, está y debe estar sometida a algunos límites -apañados estaríamos si no lo estuviera-. Está limitada, por ejemplo por el necesario respeto al secreto profesional de los periodistas y otros profesionales, o por el respeto al secreto de confesión, que deben salvaguardarse no sólo en tanto que derechos individuales sino por la garantía de confidencialidad que suponen para quien se confiesa o comunica una información reservada a un periodista, un médico, un abogado... Lo mismo puede decirse de los secretos oficiales, de cuya no difusión puede depender, directa o indirectamente, la seguridad de los ciudadanos o la defensa del ordenamiento constitucional.
Por todas estas razones, resulta insólito y totalmente incomprensible en términos jurídicos que un juez pretenda obtener de los miembros de la comisión parlamentaria de secretos oficiales las informaciones que el Gobierno le deniega por estar clasificadas. Como insólito resulta -pero hay quien se apunta a un bombardeo- que haya algún miembro de esa comisión dispuesto en principio a proporcionar la información, sin sopesar quizá que al hacerlo se correría el riesgo de esterilizar el único medio efectivo de control de los secretos oficiales de que disponemos. De todas formas, sorprende que quien, por su condición de juez, está sometido únicamente al imperio de la ley, pretenda que la ley se vulnere manifiestamente. Y no sólo la Ley de Secretos Oficiales, sino el mismo Código Penal que sanciona la revelación de secretos que se conozcan por razón del cargo. Máxime cuando se desconoce al mismo tiempo la doctrina de tribunales superiores.
Nada de lo que acaba de exponerse -no se malinterprete- excluye que se persigan y se sancionen los presuntos y muy graves delitos que se han cometido en el pasado. Tampoco, antes al contrario, que se perfeccione la legislación de secretos oficiales para asegurar un mejor equilibrio entre sus fines y sus límites, entre las facultades del Gobierno y su control.
Pero ni la crítica del sistema legal vigente ni las conveniencias de la instrucción de un delito muy grave autorizan a burlar la ley por quienes tienen la obligación de aplicarla, ni a adoptar iniciativas singulares que cuestionen la operatividad de un mecanismo necesario para garantizar la libertad y la seguridad de todos.
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