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Tribuna:TRAVESÍAS
Tribuna
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La sombra de las cartas

Antonio Muñoz Molina

Está siendo un agosto inusualmente poblado por los fantasmas a la vez carnales e improbables de los libros. Ahora, en el silencio del Madrid despoblado, lo que encuentro casi cada mañana en el periódico es algún nombre de la literatura, o tal vez sea que la misma quietud de ciudad fantasma de Madrid me predispone a distinguirlos. Ayer mismo la admirable Carmen Linares conjuró al fantasma asesinado de Federico García Lorca cantando en el barranco de Víznar con esa voz que parece surgida de las oscuridades terribles del Poema del cantejondo. Pero otro día quien vuelve, quien aparece, es Lolita, la nínfula de nueve años de VIadímir Nabokov y la Lolita ya del todo adolescente y con el pelo cardado de la película de Stanley Kubrick, cuyo escándalo ahora quieren repetir algunos comerciantes de Hollywood, sin darse cuenta de que lo que no puede repetirse es la maravilla, la suprema delicadeza y crueldad que están en las palabras de la novela y en el blanco y negro de los fotogramas de Kubrick, y también, sobre todo, en lo que las palabras sugieren y callan y lo que no muestran las imágenes.Lolita, el amor sin consuelo y la víctima profanada de Humbert Humbert (quien tendrá siempre para mí la cara y la expresión de James Mason, rígida como un espasmo de dolor), es un fantasma de la literatura que ha desbordado, sin embargo, los límites de los libros y del cine para convertirse en parte de la realidad, en una figura que pasa, en un sustantivo y un símbolo del deseo. A otra mujer, cuya fotografía se ha publicado también en estas semanas de agosto, le ha ocurrido justo lo contrario: fue tan real como cualquiera de nosotros, los que estamos a este lado de las páginas escritas y de las pantallas, pero el tiempo, el azar y el amor de un hombre, Franz Kafka, hicieron de ella primero una sombra epistolar y luego un personaje de la literatura, secuestrada en gran parte por la biografía de quien no sabemos si fue del todo su amante, la destinataria de unas cartas que para nosotros no tienen respuesta, que fueron escritas ansiosamente en noches de insomnio en habitaciones alquiladas de Berlín o de Praga, en sanatorios para tuberculosos, en una oficina de seguros donde Franz Kafka pasaba con laboriosa lentitud los días de su vida en que no estaba demasiado enfermo.

Yo había leído con una asiduidad un tanto masoquista las cartas a Milena, y recordaba vagamente haber visto alguna fotografía suya, pero no sabía casi nada de ella, y es probable que en esa ignorancia hubiese una falta implícita de consideración: igual que para muchos lectores de la novela de Nabokov Lolita casi no tiene existencia por sí misma, es tan sólo el espejismo de lujuria y ternura modelado por la imaginación enferma de Humbert Humbert, Milena era una ausencia y una sombra, una mujer a la que yo no atribuía una vida soberana e irreductible, sino una cualidad pasiva de objeto del amor de un hombre, destinataria silenciosa de cartas cuya urgente intensidad cobraba algo de inútil porque no se conservan las respuestas, una proyección de la vida de otro, de sus recuerdos o sus sueños. En una de las primeras cartas que le escribió, Franz Kafka le dice que no sabe recordar su cara, y esa imprecisión tan dolorosa de la memoria se contagia a los rasgos de la persona amada y recordada, empieza a convertirla de antemano en el fantasma que será después: "Sólo recuerdo cómo se alejaba usted entre las mesitas del café; su figura, su vestido, todavía los veo". Ahora tengo yo frente a mí esa cara de la que Franz Kafka no sabía acordarse, pero de pronto no la miro a través de la existencia de él, y me doy cuenta de que hubo una vida real en esos ojos claros y letárgicos, en el pelo peinado con un ímpetu de negligencia y emancipación de los años veinte, en la forma de los labios donde parece estar formándose el preludio de una sonrisa. Ahora Milena adquiere una biografía y hasta un apellido, Milena Jesenka, y la circunstancia única en virtud de la cual hasta ahora existió para mí se disuelve en el tumulto generoso, temerario y trágico de su vida personal, en el gran teatro de resplandores y catástrofes de la Europa central durante los años de tregua entre las dos guerras mundiales. Casi nada de lo mejor del mundo de ahora mismo existiría o sería igual, ni en la literatura ni en la ciencia, ni en el cine, ni en la política, ni en la vida diaria, sin aquella resplandeciente explosión de talento y de audacia de saber y de vivir que tuvo lugar entonces en aquellas capitales de Europa, en Berlín, en Viena, en Praga, las ciudades hacia donde viajaban las cartas de Franz Kafka y las de Milena. Tal vez nunca hubo tampoco un contraste tan grande entre la magnitud de las posibilidades y las esperanzas y los horrores de apocalipsis del resultado final.Y en medio de la efervescencia y el desastre quien pareció una sombra adquiere una presencia nítida de soberanía y heroísmo, una cualidad futura de víctima que nos estremece al mirar su cara serena en las fotografías y saber su destino. Milena Jesenka ya no será nunca más una figura recordada entre las mesas de un café, alejándose para siempre de nosotros y desapareciendo tras el final de la última carta que le escribió Franz Kafka. Milena es la mujer que decidió vivir su vida como le diera la gana, que abrazó en el mismo impulso de libertad el ejercicio de la literatura y la causa de los trabajadores, que combatió a los nazis y fue asesinada por ellos y obtuvo de sus ex camaradas comunistas la infamia última de considerarla traidora porque no quiso someterse a las abyecciones del estalinismo.

En 1939, en vísperas de la entrada de las tropas alemanas en Praga, Milena Jesenka entregó las cartas a su amigo Willy Haas, que fue quien las salvó y las publicó más tarde. Franz Kafka llevaba muerto quince años, y no podemos saber cómo lo recordaba ella, qué presencia real había tenido aquel hombre apasionado y enfermo en su vida tan llena de avatares y de gente. Quizás antes de morir él pensaba que acabaría siendo una sombra epistolar en la biografía de Milena, ese fantasma en que se convierte quien rememora demasiado a alguien, quien escribe demasiadas cartas. "Los besos por escrito no llegan a su destino", le había dicho él en una de las suyas, "se los beben por el camino los fantasmas".

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