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La guerra posmoderna

Al señor Samper le cayó la gota fría. Ya no podrá ir a Houston que le trasplanten el color descendente ni a Disneyworld 2 reunirse con Mickey Mouse, operación igualmente dolorosa y también de pronóstico reservado. (Es más fácil sobrevivir al trasplante que a un fin de semana de Disneyworld). El señor Samper -como se sabe- "pa' que se acabe la vaina", como diría Carlos Vives, ha sido privado de la visa americana en represalia por su negativa a cooperar con Washington en materia de narcotráfico. Tras esa medida simbólica ardió Troya, es decir, la Bolsa colombiana, los inversionistas, y todo el siempre arratonado mundo del dinero.La anécdota revela una tendencia cada vez más evidente: en la era unipolar de la aldea, global, la guerra convencional y la intimidación militar han dejado de ser los instrumentos de] poder para dar paso a una nueva arma de combate: el acoso económico. Ya ninguna potencia grande o mediana que se respete -EE UU, la Unión Europea, Japón, Mercosur- manda marines o agentes de inteligencia. Eso es una ordinariez a la que sólo se recurre en casos extremos. Las guerras posmodernas se riñen con la libreta de banco en una mano y la carta de crédito irrevocable en la otra. El verdadero Rambo está suscrito al Financial Times y rara vez se despega de su computadora.

Hay mil ejemplos. Hace unos meses, cuando la Unión Europea, desalentada por el estalinismo indómito de Castro, vio rechazada su petición de cambios democráticos en la isla, renunció a firmar un acuerdo de cooperación económica con el manicomio cubano y anunció a bombo y platillo su decisión. Era su versión light de la Ley Helms-Burton. Sin libertades no había ecus. Poco después, en el momento en el que un espadón paraguayo puso en peligro al Gobierno legítimo de Wasmosi, la cancillería de Buenos Aires, discretamente, le hizo saber al alborotado general que el mismo golpe que lo colocaba en la casa del Gobierno simultáneamente lo sacaba del Mercosur. A ese exclusivo club sólo se podía acudir vestido de parlamento abierto, prensa libre y urnas de punta en blanco.

Recientemente, fue Washington quien sacó a pelear a su legión de comandos con attachés de diseño. La anticastrista Ley Helms-Burton y los embargos contra Libia, Irán e Irak forman parte de la misma "cultura punitiva", como ahora dicen los cursis de la prensa. El país que produce el 25% del PIB planetario -en 1945 era el 50%-,y que domina los mercados financieros del mundo, utiliza contra sus adversarios esa formidable capacidad de comprar, vender o prestar. ¿A quién se le ocurre bombardear Teherán o ejecutarle el camello a Gaddafi cuando es perfectamente posible impedirles exportar petróleo hasta desmantelarles totalmente sus economías monoproductivas?

De cierta manera, lo que estamos viendo, aún de forma muy imperfecta, es una nueva versión de la estrategia romana de poner sitio a las fortalezas enemigas. Las legiones, con toda la paciencia del mundo, acampaban sus tropas, cavaban fosas y comenzaban a erigir construcciones para guarecerse durante el invierno. El tiempo siempre obraba a favor del sitiador. Dentro de la ciudadela, sin agua y sin comida, no tardaban en surgir dos actitudes igualmente destructivas: la de quienes se desmoralizaban por las privaciones y rompían el principio de autoridad -acabando por rendirse sin condiciones-, o la de los que elegían la muerte inútilmente heroica. Entre los primeros hay mil ejemplos. Entre los segundos, nos quedan los escalofriantes relatos de Masado, junto al mar Muerto, o de Numancia, la trágica ciudad celtibérica de la que cuenta la leyenda que sólo tuvo un sobreviviente: un niño que se negó a ser patrióticamente sacrificado y tuvo la pestilente idea de esconderse en una letrina.

En realidad, a punto de entrar en el siglo XXI, el arma económica es mucho más formidable que las flotas de barcos o las escuadrillas de aviones. Un pueblo aguerrido puede enfrentarse -como hizo Vietnam- a la máquina militar americana, pero no hay ninguna sociedad del Tercer Mundo que consiga hacerle frente a la acción económica concertada de las grandes potencias, como le ocurrió, por ejemplo, a la dictadura blanca de Suráfrica. En todo caso, ¿es bueno o malo este fenómeno? Hasta ahora ha sido bueno. De alguna forma hay que mantener a raya a los Estados terroristas, a los narco gobiernos o a las naciones, como Serbia, Sudán o Cuba, que se comportan brutalmente con sus vecinos o con sus propios pueblos. ¿Cuál es la otra opción disponible? ¿Invadirlas como a Panamá o Haití? Mucho más civilizado es presionarlas en el terreno económico para inducirlas a un comportamiento razonable.

Si hoy el arma del comercio es muy eficaz, cada día que pasa será aún más destructiva, porque la tendencia es a vincular las economías, a fundirlas, a hacerlas más y más interdependientes, pero en la dirección de quien domine la tecnología y los centros financieros. Sencillamente, los satélites, las fibras ópticas, la eficiente extracción y distribución de energía, la cibernética y el resto de las actividades que sólo se practican y desarrollan intensamente en el Primer Mundo irán generando una relación de subordinación económica entre el Tercer Mundo y los que marchan delante que tenderá a acentuarse con el tiempo.

Esto puede verse como un triste maleficio histórico o, por el contrario, como una forma de preservar o entronizar la democracia. Lo cierto es que, hasta ahora, ningún Gobierno que se haya comportado decentemente con sus ciudadanos o con el prójimo ha sido castigado. Parece confirmarse la vieja hipótesis de Kant de que las democracias no se hacen la guerra entre ellas, pero el corolario de esa doctrina hoy puede ser éste: las democracias, conjuradas para defenderse, les hacen (o les pueden hacer) la guerra económica a sus enemigos hasta pulverizarlos. Y, si se lo proponen, no hay forma humana de sacudirse el yugo. Así de sencillo.

Carlos Alberto Montaner es escritor y periodista, presidente de la Unión Liberal Cubana y vicepresidente de la Intemacional Liberal.

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